
Opinión
¿Qué tal esta pesadilla política?
Un funcionario que decide qué quiere el pueblo en vez de oírlo, está condenado al fracaso.
En un grupo de WhatsApp de esos bien estructurados, con participantes de merecidos galones y alejados del fanatismo, surgió una encuesta que encendió el debate sobre los retos que se avecinan en las elecciones presidenciales de 2026.
La pregunta era sencilla, aunque provocadora: en el hipotético caso de que hubiera que escoger al próximo presidente entre los candidatos que participarán en la consulta del progresismo —Carolina Corcho, Iván Cepeda y Daniel Quintero—, ¿por cuál votarían?
Más allá del resultado, la discusión llevó al grupo a una reflexión de fondo: ¿cuáles deben ser los atributos de un presidente capaz de gobernar el país y de recuperar lo que hemos perdido desde los tiempos —me ahorro la polémica de precisar el año— en que Colombia parecía encaminada hacia el desarrollo? Aquellos años en los que no había presencia de grupos armados en quinientos municipios, el gasto y el déficit público estaban bajo control, existían subsidios y tasas preferenciales para vivienda y educación de los más vulnerables, y el sistema de salud —aunque no perfecto— funcionaba.
Sobre la primera candidata, la doctora Carolina Corcho, la crítica recurrente fue su tendencia a gobernar desde paradigmas ideológicos, ignorando las señales que la realidad ofrece sobre los resultados de sus políticas públicas. Se le atribuyó esa ceguera cercana a la planificación central y el desdén por el mercado, que lleva a creer que es posible decidir por las personas qué es lo que necesitan, bajo la premisa de que ‘uno sabe más’.
Tras su paso por el Ministerio de Salud, Corcho mostró el defecto de no escuchar a la ciudadanía, a los expertos ni a los profesores —a quienes trató como conejillos de indias— que le advirtieron con detalle que sus medidas deterioraban la cobertura y la calidad del sistema de salud. Un funcionario que decide qué quiere el pueblo en vez de oírlo, está condenado al fracaso.
En cuanto al senador Iván Cepeda, las inquietudes fueron de otra naturaleza. Primero, se recalcó su total falta de experiencia administrativa, lo que sería equivalente a nombrar de panadero a un mecánico sin haber amasado un pan en su vida. Segundo, su desprecio reiterado por las instituciones democráticas: desde su afinidad documentada con grupos al margen de la ley, hasta su rol en el proceso contra el presidente Uribe, en el que la sentencia de una jueza socialmente cercana a él dejó serias dudas sobre el respeto a las garantías procesales.
Para muchos, un eventual gobierno de Cepeda sería una reedición del de Gustavo Petro: cargado de consignas ideológicas pero incapaz de construir el equipo necesario para llevar al país a la prosperidad. Sus inclinaciones lo podrían conducir con rapidez por la senda del autoritarismo que Colombia ha logrado evitar durante siglos.
El caso de Daniel Quintero es particular. La opinión fue que si bien tiene experiencia en el Ejecutivo y su ideología parece más oportunista que radical, su visión del mundo preocupa: ha propuesto “hacer reset” al Congreso y la rama Judicial, lo que sugiere un irrespeto profundo por las instituciones. Su administración en Medellín estuvo salpicada por acusaciones de corrupción y decisiones que, lejos de fortalecer la institucionalidad, la debilitaron. A diferencia de Cepeda, su riesgo autoritario no sería ideológico sino mafioso.
En conclusión, la mayoría de los integrantes del grupo confesó que, ante tal escenario, votaría en blanco, acompañando su decisión con plegarias para que nunca llegue a materializarse semejante disyuntiva.