
Opinión
Trump y el retorno del poder duro: un desafío para Colombia
Este viraje reafirma la tradición estratégica norteamericana, según la cual, la diplomacia solo es efectiva cuando está respaldada por la fuerza.
El regreso de Donald Trump marca un punto de inflexión en la política exterior de Estados Unidos: el retorno decidido al “poder duro” (Nye, 2004) como instrumento central de su influencia global. Bajo una lógica pragmática y realista, el mandatario ha dejado atrás el discurso de la contención para reinstalar la fuerza militar y la coerción económica como pilares de su acción internacional. Su estrategia hacia Venezuela —convertida en laboratorio del nuevo orden hemisférico— anticipa un escenario de confrontación directa con regímenes y actores vinculados al narcotráfico, reconfigurando el esquema regional.
Este viraje reafirma la tradición estratégica norteamericana, según la cual, la diplomacia solo es efectiva cuando está respaldada por la fuerza. Con Trump, el poder blando cede terreno ante la acción directa, y América Latina vuelve al centro de una doctrina de seguridad hemisférica que combina presión militar y cálculo geopolítico. Para Colombia, socio histórico en la lucha antidrogas y país clave en las rutas del narcotráfico, este nuevo escenario no es neutro: exige definiciones claras, porque en tiempos de poder duro, la ambigüedad no es una buena opción.
El presidente Trump lo ha demostrado con hechos. Sus contactos con líderes como Vladímir Putin y Volodímir Zelenski en busca de una salida al conflicto en Ucrania; su respaldo militar a Israel mediante el bombardeo de instalaciones nucleares en Irán; su propuesta de paz para la guerra en Gaza; y el reciente escalamiento de la situación con Venezuela son expresiones tangibles de un endurecimiento estratégico y de una voluntad explícita de ejercer el poder duro.
En una reciente reunión en Quantico, Virginia, con altos mandos de las Fuerzas Armadas, fue enfático en la necesidad de retornar a la disciplina y las normas tradicionales de la milicia, priorizando una actitud ofensiva frente a las amenazas globales. En ese mismo contexto, anunció que el Departamento de Defensa retomaría su nombre histórico: Departamento de Guerra, un gesto simbólico, pero profundamente político que reafirma la voluntad de empleo del poder militar de la única superpotencia global.
Ahora el foco geopolítico de Washington dirige su reflector hacia el hemisferio americano, y en particular hacia Venezuela, convertida en un objetivo estratégico de primer orden. La denominada Fase II, anunciada por la Casa Blanca, representa un endurecimiento del cerco aeronaval que rodea al país vecino. Los recientes bombardeos y la destrucción de embarcaciones cargadas de narcóticos —acciones que suscitaron críticas por el presunto uso desproporcionado de la fuerza— fueron interpretados como un aviso previo. El siguiente paso, según lo insinuado por el propio Trump, contemplaría el empleo directo de la fuerza contra objetivos vinculados al narcotráfico en territorio venezolano, aunque los alcances reales permanecen bajo reserva por tratarse de una estrategia militar. En el tablero geopolítico, esa decisión equivaldría a encender una mecha cuyas consecuencias son tan inciertas como potencialmente devastadoras.
El despliegue naval y aéreo que rodea actualmente las costas venezolanas, con un costo estimado superior a los 50 millones de dólares diarios, solo se explica por un objetivo político y militar de máxima envergadura: la caída del régimen de Maduro. Sin embargo, cada día que pasa sin lograr ese propósito aumenta el costo político para la administración Trump y pone a prueba la legitimidad internacional de una estrategia que busca neutralizar al llamado Cartel de los Soles, una estructura difusa y difícil de desmantelar sin afectar a la población civil.
La experiencia colombiana ha demostrado que el narcotráfico opera como una red descentralizada, flexible y altamente adaptable. Mientras unos se dedican al cultivo de la hoja de coca, otros se especializan en su procesamiento, transporte o en el lavado de los recursos ilícitos. La mayor parte de la cocaína abandona el país oculta entre cargas comerciales en buques contenedores. En el caso venezolano, una porción significativa de la droga colombiana atraviesa su territorio por rutas terrestres y fluviales, lo que consolida a Venezuela principalmente como un corredor de tránsito. Sin embargo, informes de inteligencia militar señalan la presencia en su territorio de cabecillas de las guerrillas colombianas, quienes también serían partícipes de las economías criminales asociadas al narcotráfico.
Frente a un enemigo difuso y una estructura criminal de alcance transnacional, cualquier operación militar de gran escala corre el riesgo de prolongarse en el tiempo, provocar daños colaterales y generar un alto costo político ante la comunidad internacional. En este nuevo escenario, marcado por el incremento de la presión militar directa, podrían estarse configurando las condiciones para la caída del régimen de Maduro, evitando así el cruce de una línea roja de consecuencias imprevisibles.
Lo más preocupante son los efectos que a corto plazo puede tener sobre Colombia, principal productor mundial de cocaína, con un potencial anual cercano a las 2.700 toneladas. Desde su territorio parten las principales rutas marítimas hacia Centroamérica y el Caribe —con destino final en Norteamérica— además de los corredores terrestres que conectan con los países vecinos, incluido Venezuela. Informes de inteligencia indican que en el país vecino ya se procesan derivados de hoja de coca, aunque la mayor parte de la producción continúa en Colombia.
La reciente descertificación de Colombia en la lucha antidrogas, la revocación de la visa al presidente Gustavo Petro y a varios de sus ministros, el tono de provocación del Gobierno colombiano y su apoyo político al régimen de Maduro, agravan una coyuntura ya delicada. A ello se suman el desconocimiento del Cartel de los Soles y del Tren de Aragua, y la intención de revisar el Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, decisiones que debilitan la posición colombiana ante un socio estratégico en plena fase de endurecimiento militar. Como reza el dicho popular: ‘Cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar’.
En este nuevo escenario de poder duro, cualquier ambigüedad por parte de Colombia podría interpretarse como una falta de cooperación, exponiendo al país a sanciones o a un replanteamiento de la relación bilateral. La Fase II de Trump no responde a una reacción improvisada, sino a la reafirmación del pragmatismo estratégico que históricamente ha definido la política exterior de Estados Unidos: actuar con contundencia cuando sus intereses están en juego. Si la fuerza militar se consolida como el instrumento elegido para restaurar la influencia norteamericana en el hemisferio, los países de la región —y en particular Colombia— deben interpretar con claridad el mensaje. En tiempos de poder duro, mantener una actitud de confrontación o lanzar señalamientos hacia la superpotencia mundial no es, en absoluto, una estrategia acertada.