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Una cena para Warhole

Nunca he entendido el arte conceptual: si ese señor pintaba latas de sopa, ¿por qué no podía haber hecho ese mapa de evacuación tan bien logrado?

Daniel Samper Ospina
21 de junio de 2009

Acabo de perder un invicto del que me sentía orgulloso: hasta hace pocos días, nunca había ido a una cena de gala. A ninguna es a ninguna: ni al banquete del millón, ni al millón de banquetes que se inventan para recoger fondos de lo que sea y que exigen que uno vaya a un club social, se ponga esmoquin, se codee con Jean Claude y pose para las revistas del jet set. Por eso los llaman eventos con causa social: porque salen en las páginas sociales.

Iba a pasar invicto, digo, pero esta semana mi señora me obligó a ir a mi primera gala, organizada para presentar la exposición de Andy Warhol en Colombia y recoger fondos para la Fundación del Banco de la República.

Fui porque estoy seguro de que cuando Gordillo exponga sus cuadros de gamines en un museo de Nueva York, la alta sociedad neoyorquina recibirá la muestra con una gala recíproca igual de elegante y no quería protagonizar un desaire de niveles internacionales.

El primer problema fue ponerme el esmoquin. Tuve que someterlo a una compleja operación casera para que cupieran los 12 kilos de más que gané desde la última vez que me lo puse, en aquella ocasión especial en que el Santa Fe casi clasifica al octogonal.

Para adecuarlo fue preciso desjetarle las costuras traseras y cerrar la bragueta sólo hasta la mitad, con el fin de que el pantalón cediera y el abdomen pudiera respirar. Así, con los pantalones forrados pero abiertos, me amarré la primera faja que conseguí -una faja adelgazante que heredé de mi papá- y logré que un sobrino que acaba de hacer la primera comunión me prestara un corbatín elástico que me quedaba más torcido que senador por Sucre.

Dando pequeños pasos para que el pantalón no se me fuera a caer, llegué al lugar del evento. Estaba la alta sociedad bogotana y sorteé mi segundo escollo: como todos estaban vestidos de esmoquin, no era fácil saber quién era mesero y quién invitado. Al tercer mesero al que me le presenté con gran formalismo, dándole la mano y entregándole la tarjeta profesional, mi esposa me tiró del brazo:

— Deja de hacer el oso -me rogó.

— ¿Y qué tal que alguno sea Carlos Mattos o alguien así de importante pero que uno no lo reconozca por no estar vestido con ropa clarita? -me defendí.

Para salir de equívocos fue clave entrar a la exposición: allá el invitado se distinguía del mesero porque el mesero no se las daba de crítico de arte, ni se quedaba observando durante 10 minutos un cuadro, ni cargaba con una esposa atiborrada de joyas a la que miraba con mamera y dejaba rezagada.

Para no quedar mal me paré frente a una obra, fruncí el ceño y lancé un concepto dirigido a mi mujer, pero emitido en voz alta para lucirme:

—Mira qué maravilla la fuerza de los colores -le dije.

— La miro -me respondió- si a cambio dejas de mirar el mapa de las salidas de emergencias.

— ¿Cómo así? -pregunté incrédulo-: ¿esto no es de Warhol?

Nunca he entendido el arte conceptual: si este señor pintaba latas de sopa, ¿por qué no podía haber hecho ese plano de evacuación, que por lo demás estaba muy bien logrado?
A mi ignorancia debía sumarle sentimientos de decepción, como el que me entró cuando vi la serie de Marylin Monroe: jamás había visto un juego de "encuentre las diferencias" tan fácil de resolver.

Sin embargo, el mayor sufrimiento lo padecí cuando nos pasaron a la mesa. Cada bocado ponía en verdadero riesgo los remiendos de las costuras. Para colmo me tocó cerca de un tipo extraño al que odié en silencio porque era el único que andaba sin esmoquin.

— ¿Y ese mechudo quién es? -le pregunté a mi mujer con resentimiento-. ¿El primo de Warhol? ¿Un escolta de Gaviria?

— Ese -me aclaró- es el curador.

Con las clínicas que había en el sector, me pareció una figura innecesaria, pero no dije nada. La vez que fui a una exposición de Jacanamijoy también fui prudente en mis comentarios. Aquella vez no había un curador, sino un curandero.

Llegué a mi casa bastante disminuido. El evento fue un éxito, la exposición es histórica. Pero en adelante no pienso volver a obras de caridad que exijan tanta sofisticación y tanto roce social.

No iré a fiestas en las que cante el general Padilla y Claudia Hoyos se vista de pilandera. No iré a karaokes en los que Jorge Alfredo Vargas y Vicky Dávila entonen rancheras. No iré a eventos que en lugar de cerrar las diferencias sociales, las exhiban: no iré a subastas de arte, ni a partidos de golf, ni a bingos de club, ni a desfiles de carros antiguos que recauden fondos para niños huérfanos, a quienes envidio porque al menos no tienen que ir a esas fiestas que la alta sociedad organiza con el pretexto de ayudarles.

Estoy organizando una cena en beneficio de quienes no queremos ir a cenas de beneficio. Jean Claude ya se apuntó. Sólo falta que lo haga Carlos Mattos. O que, en su defecto, consiga dos meseros que los reemplacen.

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