Adicciones

6 de agosto de 2007

Una de las tendencias más interesantes que hay en las sociedades contemporáneas está relacionada con el problema de las drogas, y consiste, palabras más, palabras menos, en una perplejidad vergonzante: no se sabe a ciencia cierta qué hacer con el problema de las adicciones, pero abundan las doctrinas, teorías, y propuestas que de manera ingenua pretenden introducirle al tema una dosis de ciencia aparente, la cual permita justificar un cierto enfoque de política publica.

 

¿Por qué se hace esto? Tal vez para no reconocer o exponer nuestra ignorancia. O, creo yo que, del mismo modo en que se intenta evitar la ruptura de un dique bajo la presión de las aguas, nuestra sociedad se esfuerza con desesperación para no encarar el problema de las adicciones desde una perspectiva filosófica más abierta. Cosa que finalmente tendremos que hacer, pues, al igual que las aguas que presionan al dique y amenazan con fracturarlo, muchas tendencias culturales de nuestro tiempo, como la búsqueda de mayor autonomía personal, y la generalización de la cultura de la libre elección informada, ejercen una presión sobre nuestros esquemas tradicionales que tal vez estos no puedan soportar.

El más reciente de estos ejercicios de perplejidad vergonzante es un proyecto de ley que cursa en el Congreso de Estados Unidos, el cual busca redefinir la adicción a las drogas como una enfermedad cerebral, sobre la base de que “las drogas cambian las estructura del cerebro y su funcionamiento”. No hay duda de que los motivos del proyecto son nobles: eliminar el estigma social que cae sobre los adictos, y tal vez abrir la puerta a un nuevo enfoque basado en el tratamiento y no en la coerción. Cualquier proyecto que elimine o reduzca la coerción en las políticas sobre drogas merece al menos consideración.

La redefinición del concepto de adicto como enfermo mental, sin embargo, no tiene una base científica tan fuerte como parecería a primera vista. De acuerdo con la psiquiatra Sally Satel y el psicólogo Scott Lilienfeld, investigadores expertos en adicciones, esto no es más que otro abuso de una de las herramientas más mal comprendidas de la actualidad: la escanografía cerebral (Slate, julio 25).

 

Está probado en estudios científicos que las personas del común son más propensas a creer en una afirmación psicológica falsa o absurda, si se ofrece como apoyo de esta una imagen de escanografía cerebral, llena de luces de varios colores. Se dice ahora, entonces, que por unas lucecitas que aparecen en las imágenes de cerebros de adictos, queda claro que estos sufren de una enfermedad, y que no tienen posibilidad de recuperarse de ella mediante su propio esfuerzo.

Esto, como argumentan los autores citados, es completamente falso. Exceptuando casos de extrema dependencia, la mayoría de los adictos tiene períodos largos de lucidez, dentro de los cuales sus decisiones se toman en las mismas condiciones cerebrales que tiene una persona no adicta. De hecho, nuestra sociedad se cubre los ojos ante el hecho de que muchos consumidores de drogas llevan vidas normales, y toman decisiones tan sensatas o insensatas como las que toman los no consumidores. Y una de esas decisiones puede ser la de abandonar las drogas, o la de buscar ayuda para lograr esto.

Considérese además la peligrosa puerta que se abre si se adopta la costumbre de que mediante ley se definan términos científicos, en especial aquellos relacionados con nuestra mente y nuestra conducta. Esto para empezar es ridículo, sobre todo si se considera el nivel de educación científica que suelen tener los políticos.

 

Pero además permitiría que cualquiera de las muy diferentes opiniones que hay en la sociedad sobre estos temas, no necesariamente basadas en la ciencia, pudiera llegar a adquirir fuerza de ley. En el caso de las adicciones, por ejemplo, y de su definición como enfermedad, abrimos la puerta para que el Estado rotule como trastornos de salud mental lo que no son más que conductas inusuales, o reprobadas en alguna visión política o religiosa. Y de ahí a afirmar que quienes las “sufren” necesitan tratamiento, y que el Estado forzará ese tratamiento, no hay un trecho muy largo. Y no necesitaríamos vivir en una sociedad totalitaria para llegar a este punto.

 

Hasta la segunda mitad del siglo XX, una sociedad tan liberal como la británica consideraba, con fuerza de ley, que la homosexualidad era una enfermedad mental, y la ley ordenaba tratamiento hormonal forzoso para “curarse”, so pena de ir a prisión. Alan Turing, uno de los más grandes matemáticos del siglo XX, se suicidó tras ser condenado por homosexualidad, y ser forzado a seguir tan invasivo tratamiento.


* Instituto Libertad y Progreso
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