“Mi cuadernito se llenaba con mi letra apurada, yo estaba asombrada de lo que encontraba y quería anotarlo todo, que todo lo que estaba en ese libro se quedara conmigo”: Andrea Mejía.

OTRA TIERRA

Quietud: una columna de Andrea Mejía

“Mi cuadernito se llenaba con mi letra apurada, yo estaba asombrada de lo que encontraba y quería anotarlo todo, que todo lo que estaba en ese libro se quedara conmigo”.

Andrea Mejía
27 de marzo de 2019

Este artículo forma parte de la edición 161 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

La tarde antes de volver de Medellín estuve tomando apuntes de un libro extraordinario; mi cuadernito se llenaba con mi letra apurada, yo estaba asombrada de lo que encontraba y quería anotarlo todo, que todo lo que estaba en ese libro se quedara conmigo, quería transcribir por ejemplo el diálogo entero entre el discípulo X y la diosa Y, en que el discípulo le pregunta a la diosa: “¿Qué has obtenido, qué has experimentado que te da tal sabiduría y elocuencia?”. Y la diosa entonces responde: “Mi sabiduría y elocuencia son tales porque no he obtenido nada y no he experimentado nada”. Me daba risa ese diálogo y me parecía liberador.

Estaba leyendo junto al patio. El viento atravesaba las rejas que habían instalado sobre el patio para que los ladrones no entraran por el techo. En todas las noches que pasé en esa casa, pensé algunas veces en los ladrones de las historias árabes medievales que se descuelgan desde los techos en la noche y encuentran tesoros que los dueños mismos de la casa ya han olvidado. Me gusta mucho esa figura del ladrón que aparece en textos viejos; es como una especie de figuración mística.

En el patio había algarrobos pequeños sembrados en materas, una violeta de los alpes con una sola flor arrugada y marchita, un anturio rojo y una matita de granadilla que había crecido sola, sin que nadie la sembrara. Había muchas otras matas. Unas pocas manchas de sol flotaban en medio de todo ese verde movido por el viento. El libro me lo había prestado Juan, mi amigo, y sabía que iba a ser difícil conseguirlo. No lo encontré en internet tampoco, así que tomaría lo que pudiera del libro en las horas que me quedaban en la casa.

Le puede interesar: Disciplinas para la dicha: una columna de Andrea Mejía

Cuando ya estaba cansada, me dije que con eso tenía suficiente para pensar un buen rato; entonces leí la dedicatoria del libro que no había visto antes: “A los que no saben leer y escribir”. Ah, muy bien. Y yo copiando casi el libro entero. Era bella esa dedicatoria, la copié también al final de mis apuntes con una letra más cuidada.

El día iba a tardar unas horas más en desvanecerse y todo en la casa, las tejas y los muros altos, las baldosas y la cañabrava del techo, absorbía la sombra fresca del patio.

Al día siguiente debía tomar el avión para volver. En el aeropuerto, antes de embarcar, le escribí a mi amigo dándole las gracias por todo lo que me había enseñado y lo que no me había enseñado. Lo iba a extrañar muchísimo. Él me respondió contándome una historia: Homero, ya ciego, me imagino, o no sé, se acerca a unos pescadores y les pregunta cuánto pescado han sacado ese día. “Lo que hemos conseguido lo arrojamos, lo que no conseguimos lo llevamos siempre con nosotros”, responden los pescadores. Según mi amigo, Homero murió de pena al no poder resolver el enigma de esa respuesta.

Por qué Homero se iba a morir de pena, pensé. Con historias así yo me mantendría viva de alegría. Pero a lo mejor, eso se dice también, Homero no era nadie; un soplo de los dioses, solo sus cantos. Nadie muere de pena.

Al llegar a Bogotá anotaría la historia. Sabía muy bien que mi manía de anotar todo era contradictoria con el espíritu de tantas enseñanzas sobre nada, altas y liberadoras. Algún día, tal vez, iba a ser una mejor discípula.

Vi en mi pasabordo el número de mi silla y la busqué con la mirada. Era una ventana. Mientras llegaba a mi puesto pensé que lo que había querido decir Juan con su historia es que todo lo que tenemos acabaremos por perderlo, lo que amamos terminaremos por añorarlo, lo que vivimos acabará perdido en la gran muerte; pero lo que no ha pasado no será nunca un recuerdo ni podremos olvidarlo, ni nos traerá pena alguna. Nunca morirá.

Y tal vez mi amigo tenga razón, tal vez lo que no he encontrado es incomparablemente más valioso que lo que he encontrado. Es el tesoro que el ladrón nunca podrá llevarse. Y bueno, de pronto todas las cosas que se derrumban son una especie de curación, pero es en las que nunca suceden donde está la verdadera libertad.

El avión despegó y se elevó sobre las montañas de Rionegro. Desde la altura vi los techos rojos brillando bajo el sol y las sombras errantes de las nubes que se proyectaban en la tierra.

Lea todas las columnas de Andrea Mejía en ARCADIA haciendo clic aquí.

Noticias Destacadas