| Foto: Foto: Juan Pablo Gutiérrez

Los personajes

Los cazadores de cacao

En pleno siglo xxi, todavía existe un nuevo mundo por descubrir en Colombia: el cultivo del principal insumo del chocolate. Hay quienes ya han dado algunos pasos en tierra virgen. Esta es la historia de los ‘cacao hunters ’.

Texto: Juan David Montes S. Fotos: Juan Pablo Gutiérrez
17 de septiembre de 2014

Mayumi Ogata se encuentra en uno de los rincones de una bodega empleada para apilar bultos que contienen cacao. El lugar de origen está marcado bajo un sello de Cacao de Colombia. Se detiene para extraer unos cuantos granos, cierra sus ojos y huele con una aspiración profunda. De inmediato, reconoce notas olfativas dulces, como de caramelo. Repite el proceso, ahora con granos tomados de otro costal. En este caso percibe notas de vinagre.

No se trata de una catadora más. “Mi profesión es ‘Cacao Hunter’ (cazadora de cacao)”, comenta en perfecto español, con acento japonés. Su pasión por este comenzó cuando trabajaba en el laboratorio de una fábrica de chocolate en Tokio. Poco a poco, su investigación la llevó a territorios tan distantes de Japón, como Madagascar o Papúa Nueva Guinea.

Su estadía en Colombia se ha prolongado porque, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros lugares, aquí el cacao la encontró a ella. Así se refiere a su primera visita a la Sierra Nevada de Santa Marta, uno de sus territorios predilectos, único por el carácter de su cosecha.

Entre quienes se encuentran en esta bodega, ubicada al norte de Popayán, Mayumi no es la única que ha venido de Tokio. Carlos Velasco residió durante una época de su vida en la capital japonesa, cuando trabajaba para la Federación Nacional de Cafeteros. Hoy ambos hacen parte de una sociedad de hunters que, en pleno siglo XXI, continúa descubriendo un nuevo mundo en nuestro país.

Todo comienza con un Nib
A pocos minutos de la bodega, se encuentra una fábrica de chocolate que, en pocos metros cuadrados,  constituye una versión de bolsillo de la narración de Roald Dahl, el autor británico que escribió el famoso relato protagonizado por Charlie, aquel niño que logra hacerse a un pase dorado para entrar al lugar donde eran elaboradas sus golosinas predilectas. Es posible ingresar a la planta de producción de Cacao Hunters sin presentar un boleto dorado, pero sí existe un robusto filtro destinado a conservar la inocuidad del interior. Cada espacio está climatizado, de acuerdo con cálculos que procuran una condición óptima del producto. Este ingresa en forma de nibs –granos despojados de la cáscara–, sometidos a un proceso de exprimido que extrae un líquido conocido como licor de cacao.

El chocolate toma una textura líquida que se mantiene en rotación constante entre grandes cilindros metálicos, denominados en francés como melangers. Allí es controlado cada detalle, con revisiones hechas con micrómetros que determinan si la textura o viscosidad de la mezcla es la apropiada.

Por supuesto, resulta complicado atender las explicaciones técnicas cuando el telón de fondo es el jugueteo circular de este ingrediente, que se escurre una y otra vez entre cada melanger, como si se tratara de un molino donde el agua ha sido sustituida por el capricho de un amante del chocolate. Solo dan ganas de aprovechar su estado casi líquido para hacer una fondue de grandes dimensiones.

Es momento de pasar a otra zona, donde renacen deseos infantiles, como los de contar con un grifo que no cese de dispensar chocolate. En realidad es la máquina bajo la que se ubican los moldes de las pastillas que tienen en relieve la impronta de Cacao Hunters. Cuando el pie baja sobre un pedal ubicado en la parte inferior, se abre este ducto bajo el cual hace falta autocontrol para no sucumbir al impulso de acercar la cabeza con la boca abierta y saciarse de este manjar

Mayumi toma los moldes, deja que cada uno de los seis compartimientos se llene y retira su pie del pedal. La superficie de la máquina se mantiene en constante vibración, movimiento que es aprovechado para apoyar los moldes y someterlos a un breve temblor que ayuda a cubrir de manera regular cada cuadrante, mientras que las burbujas de aire son liberadas.

Habrá que esperar a que los bloques se enfríen para probar el resultado de este proceso entre cuyo origen y culminación, llegan a contarse tantas millas como detalles en los que Mayumi, Carlos y sus socios intervienen, como si Willy Wonka hubiera tenido que dividirse en decenas de Oompa Loompas para llevar a cabo un sinfín de tareas.

Cuando ha pasado el tiempo de enfriamiento, la herencia japonesa de Mayumi sale a flote con su pericia en el movimiento de los moldes –tal y como lo haría un ninja–. Los voltea con agilidad y cuidado, para no romperlos. Pero el cuadrado sin quiebres no es suficiente para el rigor que busca en el resultado final.

Las luces fluorescentes, el uniforme blanco pulcrísimo –con bata, gorro y tapabocas– y guantes, como los que utiliza cualquier cirujano, revelan el cuidado de cada detalle; sobre todo cuando se revisan el brillo y la lisura de cada tableta, con un ojo clínico que detecta la más leve imperfección y la elimina con una cuchilla que recorta apenas el milímetro en cuestión.

Una vez cada bloque es guardado, reluce el origen de cada chocolate. Además de la calidad en los procesos, se insiste en la importancia de relatar la información de los productores primarios, así como la historia de cada zona. A cada una de las regiones le han asignado un color diferente, que los diferencia en el empaque, una elección que no se reduce al gusto al azar por un color u otro.

Los colores del cacao
“Mayumi se imagina colores cuando prueba sabores”, comenta Carlos mientras están a la espera del almuerzo en un restaurante de comida típica payanesa. Las notas florales del cacao de la Sierra Nevada determinaron su empaque rojo. En el caso de la variedad con leche, su don de sinestesia le aconsejó el morado, para representar el aroma a panela. Ella dice que es un lugar al que siempre quiere volver y aunque la cantidad de producto que ofrece es muy bajo como para ser atractiva para grandes industrias, es su ‘zona primaria.’

En cuanto a Tumaco, afirma que el sabor es más fuerte. “Tiene cuerpo y color oscuro, como los tumaqueños, su sabor quiere bailar siempre en la boca”, dice. La etiqueta es verde porque tiene un aroma a madera seca, a hierbas, incluso a plátano verde.

Para aquellos que son el resultado del cacao sembrado en Arauca, prefirió un tono amarillo, que refleja su aroma a miel, mandarina y marañón. “Es totalmente elegante, floral, como una niña. Quiere quedarse en la boca hasta el final”, afirma.

Carlos somete a su socia, Mayumi, a una serie de preguntas acerca de los colores que le inspiran otras comidas presentes en la mesav, como las que están en el centro de la mesa. “-¿Carantanta? –Ocre. – ¿Empanada de pipián? –Amarillo”.

Mientras se alistan para una de las fechas más importantes en el comercio de chocolates –septiembre, como equivalente criollo de San Valentín– también ultiman detalles para un viaje a París, cuyo objetivo es asistir al vigésimo aniversario del Salón del Chocolate. Han puesto a Colombia en el radar internacional de los consumidores de este placer de tonos que van del café claro al casi negro, pero el trabajo apenas comienza.

Noticias Destacadas