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Desenfocados: una columna de Fernando Travesí

OPINIÓN | El escritor y dramaturgo Fernando Travesí, Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca de España, escribe sobre las inesperadas consecuencias del periodismo en medios digitales en sus intentos por captar nuevas audiencias “entre el sensacionalismo, la obsesión por la inmediatez, las noticias superficiales y la desesperación por coleccionar clics”.

Fernando Travesí
29 de noviembre de 2018

Con la cantidad de cosas que en el mundo pasan y a las que hoy tenemos acceso, desbordados por caudales inmensos de información con capacidad para inundarnos cada día con noticias de todo tipo, es cada vez más difícil estar informado sin desorientarse, discernir entre lo importante y lo superfluo, entender la realidad y la profundidad de las cosas, seleccionar y decidir dónde amerita poner nuestra atención.

Medios tradicionales de prensa, radio y televisión; plataformas digitales, redes sociales, grupos privados en los que se reenvían y viralizan desde los acontecimientos más importante de última hora, hasta el insustancial video de un gato saltando para abrir la puerta de una nevera, pasando por todo tipo de memes que con más o menos gusto, más o menos gracia y más o menos éxito, satirizan algún personaje o algún hecho del día… Desde cualquier esquina y a cualquier hora nos entra por los ojos, por los oídos, por la palma de la mano, un gigantesco alud de información compuesto por una amalgama de hechos relevantes, anécdotas sin importancia, sucesos históricos que pueden cambiar el rumbo del mundo, comentarios triviales, análisis superfluos, opiniones fundamentadas y expertas, eventos, convocatorias, debates apasionantes, discusiones sin sentido, chismes, rumores, noticias falsas, investigaciones, cotilleos… Todos compitiendo ferozmente por nuestra atención.

En este mundo borroso en el que las noticias pasan por delante de uno a la velocidad del rayo, en la que los medios experimentan con titulares para conseguir que nos detengamos en lo que nos ofrecen, en el que los algoritmos interpretan a su gusto los míos y deciden y seleccionan por mí lo que creen que me interesa, en una de tantas pantallas que nos rodean se detiene frente a mí una noticia local de un periódico regional español que, por algún motivo, vaya usted a saber cuál, abro haciendo un clic: es una breve noticia en la que se cuenta, en el tono de quien denuncia y alerta la picaresca, la historia de un camarero que “se aprovecharía de ser admitido como empleado” en bares de la ciudad para robar durante el periodo de prueba. El modus operandi es siempre el mismo y consiste en que el camarero, una vez que se ha ganado la confianza del propietario por su buen desempeño y profesionalidad, tarde o temprano acaba atendiendo alguna mesa con una sustanciosa cuenta que es pagada en efectivo, momento en el que el camarero, fingiendo que va a cobrar, desaparece con el dinero sin dejar rastro. El “presunto estafador”, como lo llama el periodista, alerta del robo que se ha repetido ya hasta en tres bares de la ciudad y recoge las declaraciones de algunos de los establecimientos afectados que, alegan, no tener mucha información para poder localizar el delincuente pues habría usado un nombre falso.

Y en realidad, bien mirada y bien leída, la noticia llama la atención más que por la historia en sí, por el enfoque que decide adoptar y por todo lo que no cuenta.

Entre las líneas de su breve relato, puede verse cómo el periodista (y con él el editor del periódico) demuestran tener tan normalizada la precariedad laboral de su alrededor que ni la incorporan a la pieza ni, por supuesto, la cuestionan. Dan por sentado y consideran absolutamente natural el hecho de que cualquier persona pueda ser admitida y comience a trabajar en un bar o restaurante con el solo hecho de dar un nombre. Sin que medie la firma de un contrato, sin ningún documento que establezca los parámetros de la relación laboral, sin verificar la identidad del trabajador ni tener una copia de su documento de identidad, sin un contacto para emergencias y, por supuesto, sin darle de alta en la seguridad social ni ofrecer ningún seguro. Sin aclarar si quiera que, de acuerdo a la ley nacional española, incluso para un “periodo de pruebas” hacen falta todos los requisitos anteriores.

Es la informalidad del mercado en el sector servicios, la precariedad laboral y la tendencia a la explotación de algunos empresarios, lo que, precisamente, aprovecha el pícaro camarero de la historia para sacar su propio beneficio de la situación. Y lo que podría haber sido una interesante noticia que sirviera para ilustrar muchos de los problemas que atraviesan nuestras sociedades de punta a punta, queda reducida a una mera anécdota teñida con un tinte de “crimen y seguridad”. Ignorando que el hecho se produce en un contexto complejo al que incluso se podría añadir algún análisis sobre la relación entre la cifra de “la sustanciosa cuenta” de las comidas más caras con el jornal diario que gana un camarero al que la falta de contrato y prestaciones le mantienen en el mercado negro…

Así vamos de desenfocados.

En una época en la que la prensa es atacada y demonizada desde no pocos atriles políticos (incluyendo los más poderosos del mundo) y en la que su papel es más importante que nunca, el periodismo debe también, en muchos casos, hacer una profunda reflexión para recuperar su vocación de análisis e investigación, su función de servicio público, su observación crítica, su rigor y su seriedad para mostrarnos todas las aristas de la realidad global y local. Una función a menudo perdida entre el sensacionalismo, la obsesión por la inmediatez, las noticias superficiales y la desesperación por coleccionar clics.

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