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Fotograma de la película 'El cliente', de Asghar Farhadi.

Historia

El cine iraní: mirar el mundo desde las entrañas de una teocracia

A pesar de la censura, hay una producción creciente y apreciada dentro y fuera del país. Esta es la historia de ese crecimiento.

Marco Bonilla
30 de agosto de 2017

El cine iraní pasa por un muy buen momento. Las producciones cinematográficas de ese país compiten en los grandes festivales y se llevan a casa reconocimientos. Los mayores logros se han obtenido después del triunfo de la Revolución Islámica de 1979. Desde entonces, el país ha ganado 3.685 premios en eventos internacionales, incluido el Oscar a Mejor película en lengua extranjera, otorgado este año a El cliente, de Asghar Farhadi. Y solo en 2015 y 2016 el cine nacional sumó más reconocimientos que entre 1958 y 1998.

Este auge no se refleja solamente en el número de premios ganados afuera: el público iraní ha respondido masivamente y abarrota los teatros cuando se trata de producciones locales. También entre 2015 y 2016 las ventas de entradas se incrementaron 123%.

Sin embargo, desde siempre los herederos del antiguo Imperio Persa han amado su cine, tanto como su tradición poética. El primer teatro público se abrió en el año 1900 en la ciudad de Tabriz, al noroeste de Irán. Aunque en la primera mitad del siglo XX el país consumió primordialmente producciones foráneas, en 1948 se rodó la primera película 100% iraní, La tempestad de la vida, dirigida por Ismail Kushan, y desde entonces la industria cinematográfica no ha parado de crecer.

En la década de 1960 ya podemos hablar de un lenguaje cinematográfico propiamente nacional, con la película La casa de negro, dirigida por el poeta Forough Farrokhzad, como un hito definitivo. Durante los años de la dictadura del Sha Mohammad Reza Pahlevi, el país tuvo su propia Nouvelle vague, con directores como Abbas Kiarostami, Dariush Mehrjui, Khosrow Haritash, Mohsen Makhmalbaf y Bahram Farnamara, quienes imprimieron al cine iraní una sensibilidad neorrealista y poética.

Toda una historia en sentido ascendente, a pesar de los dos mayores retos a los que se enfrenta la industria local: la falta de infraestructura y la censura.

Por un lado, Irán vive las consecuencias de la islamización de los años 80, cuando miles de teatros fueron cerrados. Los que sobreviven, y aquellos construidos por la flexibilización de las normas de los últimos años, siguen siendo insuficientes para atender la demanda local. “Actualmente Irán cuenta con 450 teatros. Se necesitaría una cifra dos veces superior”, afirma Muhammad Sadeq Azin, un veterano productor con 44 años de experiencia en la industria. Según Azin, sólo unos pocos teatros tienen estándares aceptables en términos de audio y video de calidad, silletería y servicios.

Pero el mayor reto al que se enfrentan los productores y directores iraníes es de naturaleza política. No hay que olvidar que el régimen iraní es una teocracia. Desde 1979 impera en el país la sharia, la ley y la jurisprudencia islámicas que prohíben ciertas ideas, imágenes e imaginarios. Antes de la Revolución Islámica coexistían en Irán las productoras oficiales y las independientes. Los revolucionarios miraron con desconfianza la industria cinematográfica como símbolo de corrupción cultural y en los meses posteriores al derrocamiento del Sha, cientos de teatros fueron incendiados y reducidos a cenizas.

A partir de 1982 el cine iraní comenzó a resurgir de esas cenizas. El gobierno quiso reconstruir una cultura cinematográfica nacional que expresara la ética del Islam y la historia del Estado Iraní. Pero este objetivo chocó frecuentemente con la voluntad de los realizadores, quienes pretendían representar el país en términos más críticos. Desde entonces la industria creció de forma bipolar con numerosos melodramas insípidos y apolíticos, junto a producciones que, con una sutileza típicamente iraní, criticaban el peso abrumador de la vida cotidiana bajo el régimen de los clérigos y la guardia revolucionaria.

Hoy el cine en Irán refleja algunas de las contradicciones de producir bajo una teocracia. Es cierto que los realizadores deben adherirse a parámetros estrictos: el Ministerio de Cultura prohíbe cualquier representación que demerite el Islam, las mujeres, la nación y su historia; pero estos lineamientos son vagos y la censura en Irán es selectiva, se basa en los gustos e ideología de funcionarios individuales.

El tremendo éxito del cine Iraní en los festivales de cine complica la ecuación. Fue el gobierno de los ayatolas el que aprobó el guion de El cliente y determinó que representaría al país en los premios Oscar de este año. Las autoridades dieron luz verde a la cinta de Asghar Farhadi, a pesar de su crítica soterrada de la sociedad iraní.

Directores como Farhadi han encontrado una forma elíptica de criticar aspectos sociales sin caer en la tentación de abordar directamente temas políticos espinosos. La crítica de la teocracia apenas es notada por las autoridades, y por ello los líderes religiosos iraníes no han podido detener esta verdadera avalancha creativa. El cine ha podido, entonces, representar las formas en que la globalización, el capital, los conflictos de la región y el gobierno islámico impactan en las vidas de los ciudadanos. Los realizadores han logrado resquebrajar la narrativa monolítica que los clérigos chiíes tratan de imponer.

Sin embargo, el entorno sigue siendo hostil. La censura es real: la cinta Las noches de Zayandeh-rood, dirigida por Mohsen Makhmalbaf –la historia de un antropólogo y su hija antes y después de la revolución iraní–, causó gran controversia después de su producción en 1990 y ha estado prohibida desde entonces en los teatros iraníes. La película, que le granjeó al director serias amenazas de muerte, tuvo que esperar 26 años hasta que en 2016 una copia fue sacada clandestinamente de Irán para ser exhibida en Londres, donde vive Makhmalbaf en el exilio.

Las amenazas de tipo político no se dan solo en el plano interno. Al director Asghar Farhadi no se le permitió asistir a la ceremonia de entrega del premio Oscar de la academia de este año, debido a la prohibición de entrada al territorio estadounidense a ciudadanos de siete países musulmanes, incluido Irán, promulgada por la administración de Donald Trump.  

Farhadi, quien finalmente ganó el premio a la Mejor película en lengua extranjera, decidió no asistir a la ceremonia como señal de protesta, cuando el gobierno estadounidense le otorgó un permiso “especial”. Farhadi, nominado tres veces al premio, ha sido ampliamente aclamado por sus films donde rescata la profunda sensibilidad de Irán y sus ciudadanos. En 2012 ganó el Óscar por Una separación; en la ceremonia de ese año, a la que sí asistió, discutió la importancia de reconocer a Irán “por su gloriosa cultura, oculta bajo el pesado polvo de la política”.

Y tiene razón. Aunque la imagen que nos llega del país corresponde con el periodo más reciente, el de la revolución islámica que derrocó al Sha Mohammad Reza Pahlevi, la rica historia cultural de Irán es una de las más arcanas del mundo. Y el cine ha sabido integrar la tradición narrativa y poética del país en esas producciones que ahora gozan del reconocimiento internacional.

El cine iraní tiene mucho que decirnos acerca de un país pobremente representado en la prensa y los medios de todo el mundo. Es una ventana para comprender la complejidad social de una región tan ajena y estigmatizada.

Para empezar a apreciarlo, si no lo ha hecho ya, puede empezar por estos cinco directores.

Bahram Beizai

Proveniente de una familia de reconocidos poetas, Beizai forma parte de la generación de cineastas conocidos como “la nueva ola”, que transformó el lenguaje audiovisual iraní y proyectó el cine persa más allá de sus fronteras. Tras estudiar literatura en Teherán, se dedicó a la crítica y al teatro. No fue sino hasta los últimos años de la década de 1960 que decidió incursionar en el cine con el corto Amu Sibilou. En 1971 rueda Ragbar, reconocida por críticos hasta hoy como la mejor película iraní de todos los tiempos. Con un estilo  cerebral y profundo toca temas como la historia y la crisis de identidad de los símbolos y referentes de la cultura persa, después de la Revolución Islámica de 1979. Su trabajo no goza de la simpatía del régimen, y a diferencia de directores como Asghar Farhadi y Abbas Kiarostami, no ha recibido apoyo de los organismos oficiales de cultura. Algunas de sus cintas nunca han recibido permiso para ser exhibidas por ir en contravía de los códigos islámicos.

Reza Mirkarimi

Director de 51 años, nacido en Zanjan, en el Azerbaiyán iraní. Se convirtió en cineasta después de pasar por la facultad de Bellas Artes. Ha sido jurado en muchos festivales de cine. Su actividad como director comenzó en 1987, con una serie de cortometrajes destinados a una audiencia joven. Su primer largometraje The Child and the soldier, le mereció muchos reconocimientos dentro y fuera de su país. Su segunda producción, Under the moonlight, del año 2000, trata asuntos sociales y religiosos que siempre resultan controvertidos en la conservadora Irán. En 2001 obtuvo un reconocimiento especial en el festival de Cannes. Tres de sus películas han sido seleccionadas por Irán para que representen al país en los premios Oscar, en la categoría de Mejor película extranjera. Su última cinta, Hija, ha sido alabada por su tratamiento del patriarcado, los privilegios sociales y culturales y la sexualidad en la sociedad iraní.

Mariam Keshavarz

Nacida en los Estados Unidos, desde joven demostró un vivo interés por la literatura latinoamericana y obtuvo un título en ese campo en la Universidad de Buenos Aires. Su primera obra, Santuario (2001), rodada junto a un equipo de mujeres, ya revelaba una preocupación por los temas de la sexualidad femenina. En 2003, gracias a la experiencia de crecer entre Estados Unidos e Irán, pudo dirigir su primer documental, El color del amor, un retrato íntimo del cambiante paisaje del amor y la política en Irán. Su película Circunstancia, ganadora de una docena de reconocimientos internacionales, es considerada su obra maestra, una disertación sobre el poder y la sociedad alrededor de un amor entre dos jóvenes lesbianas cuya relación tiene que sobrevivir en medio de diferencias sociales, conservatismo y la mirada atenta de la policía moral. La película, cargada de sexo, drogas y alcohol, critica la teocracia de la República Islámica. Keshavarz se define a sí misma como “una mujer que causa problemas”. Sus cintas, prohibidas en Irán, han sido objeto de agrias disputas y han representado amenazas de muerte en su contra. 

Samira Makhmalbaf

Es hija del también director Mohsen Makhmalbaf, quien ha tocado temas tabú en su obra, y por eso vive en el exilio. A los 17 años Samira produjo su primer filme, La Manzana, elogiado por la crítica. Es la historia de dos hermanas protegidas hasta la asfixia por sus padres; un estudio de corte neorrealista sobre los peligros del fundamentalismo, la opresión de las mujeres, los lazos de familia y los límites difusos entre documental y ficción. Su segunda película, Pizarrones, una reflexión sobre la opresión y la violencia en el Medio Oriente, fue aclamada en Cannes, siendo la directora más joven en exhibir una producción en el prestigioso festival. Sus dos hermanas menores también han incursionado en la industria con éxito. Se trata por tanto de una verdadera dinastía de directores de cine. Samira es, hoy por hoy, una de las voces más poderosas del nuevo cine iraní.

Abbas Kiarostami

Infaltable en cualquier listado de directores iraníes. Kiarostami es considerado un maestro de realizadores, dentro y fuera de su país. Y un verdadero ‘hombre del renacimiento’, pues además de director es poeta, fotógrafo, pintor, ilustrador y diseñador gráfico. Kiarostami bebe de la rica tradición poética de su país. Para algunos, una sensibilidad estética a la altura de Kurosawa, Scorsese y Gonzalez Iñárritu. Es mejor conocido en Occidente por El sabor de las cerezas, ganadora de la Palma de Oro, protagonizada por Juliette Binoche. Tiene más de cuarenta películas en su haber, incluyendo cortometrajes y documentales. Como parte de la ‘primera ola’ del cine persa, el arte de Kiarostami se caracteriza por diálogos cargados de lirismo, y alegorías repletas de significado político y filosófico.