Paola me llamó entre feliz y triste. Cambió de empleo hace un año detrás de ese sueño de lograr un millón de cosas, “quiero crecer” me dijo aquella vez. Cuando le renunció a su jefe solo tenía en mente tener nuevas oportunidades y un poco, llevada por ese ego de los treinta y algo, le importaron poco las advertencias que le hicieron.

Ya lleva un año trabajando en lo que muchos consideran el sueño de empresa; exitosa, grande, cotizando en bolsa, multinacional, con reuniones en Europa; todo suena a un sueño irreal. Pao sentía que el mundo estaba a sus pies. De hecho, durante su primer año solo me felicitó en mi cumpleaños. No supe mucho más de ella.

Esta vez me dijo que necesitaba un par de sesiones de coaching. Lo cual me alegró porque Paola es un ser muy especial y disfruto mucho estos procesos. A la vez me preocupé por que pensé que ella estaba super bien, de acuerdo con las publicaciones orgullosas de LinkedIn.

Me senté a conversar con ella el viernes pasado. En mi ánimo millenial me pedí un matcha orgánico, que aún hoy, no se si me gustó. Pero bueno se trataba de probar. Paola empezó a contarme lo que no le gustaba de la empresa.

Me confesó que no la escuchaban, sus grandes ideas eran ignoradas, se estaba convirtiendo en una oveja más del rebaño. Su gran jefe, la CEO de la región, solo parecía interesada en mostrarse y tener vitrina en diferentes espacios y ella sentía que en el fondo era un fraude. Mostraban en redes y grandes fotos un supuesto ikigai cuando todos estaban aburridos o aplaudiendo para evitar problemas.

“No es momento para renunciar”, me dijo con cara triste. “Este país no va bien. Quiero irme, pero no sé a dónde”. Me dio tristeza escuchar a un joven talento como Paola diciendo que estaba cansada y que quería irse. Creo que esa sensación de hastío ocurre orgánicamente después de una edad que mi psicóloga llamo de “sabiduría”, pero a los 32 años no. La sensación que me invadió la panza me hizo pedir otro matcha para no pedir agua de panela con jengibre, que seguro me hubiera conectado más con mis deseos de esperanza.

Después de escuchar a Pao, le pregunté qué buscaba. No supo bien qué responderme. Me dijo que crecer, pero no a cualquier precio, quería ser escuchada, quería un jefe con consistencia, no quería vitrinas en redes innecesarias y quería que su propósito tuviera sentido con su trabajo.

No es poca cosa lo que buscaba Paola. La mayoría de mis sesiones de coaching se van alrededor de la búsqueda de la felicidad sin entender bien que ese concepto arranca adentro. Le dije a Paola que me dijera que haría con su vida si no tuviera que contarle a sus amigos y contactos de redes sus decisiones. Le pregunté qué haría si no le pagaran un sueldo.

Esa respuesta me la dio de inmediato. Sus ojos brillaron de nuevo y yo sonreí. Sentí que había tocado una fibra y eso me emocionó, aunque he hecho cientos de sesiones de coaching estos momentos me llenan el corazón. Me dijo entonces que su sueño era tener una fundación en contra del maltrato animal y hacer un libro sobre neurociencias.

Le dimos vueltas a la idea y Paola logró entender que ella se saboteaba un poco (tal vez mucho), porque cuando le planteaba la idea a sus padres ellos entraban en pánico existencial y le decían que no podía dejar semejante empleo tan maravilloso, en una multinacional increíble, con un sueldo sustancial y una bendición del cielo. Todo eso podría ser verdad si ella estuviera feliz. Si su corazón no estuviera esperando el salario solamente. Ya Paola no quería crecer, no quería reuniones globales eternas donde a veces ni sabían si estaba conectada.

Paola quería ser feliz y “crecer” corporativamente no le estaba dando esas mariposas en el corazón. Hablamos casi dos horas, hubo kleenex, sonrisas, mucho te matcha, un pandebono sin gluten y agua en botella reciclable. La conclusión estuvo hermosa. Iba a hablar con su CEO que le dijo que ni pensara en irse y le iba a decir, querida María, la verdad te felicito, pero no quiero estar donde no me siento cómoda y definitivamente….. no quiero ser como tú.