La sonrisa de Renato* ya no era la misma. Incluso su pasión por el arte dejó de inspirarlo. Esa alegría que lo había caracterizado en sus 13 años de vida pareció, de repente, esconderse detrás de un incontrolable deseo de no hacer nada más que dormir.
Dormir por horas y horas, en cualquier circunstancia: en medio de las clases virtuales del colegio o incluso en salas de clínicas, mientras su mamá pedía una consulta médica que explicara los cambios inesperados en su hijo.
El sistema de salud colapsado no ofreció respuestas ni guía suficiente. Debieron buscarlas en el sector privado, a tientas y por recomendación de conocidos. Mientras encontraban un profesional de la salud mental disponible, los días de Renato se volvían cada vez más tediosos, y el panorama a raíz de la pandemia no ayudaba. Un año atrás, en 2019, se había radicado en Bogotá con su familia, y cuando aún no se había adaptado del todo a su nuevo entorno, las clases del colegio se volvieron virtuales.
“No tenía ganas de nada. Entonces no hacía las exigencias académicas y luego en el colegio eran muchos los regaños. Y entonces todo era peor. También les ocurría a otras personas que pasaban por mucho estrés. Y no poder tener descanso podía ser muy abrumador. Y a veces en el colegio no hacían nada”, dijo Renato.
Una madre en busca de respuestas
La mamá de Renato recuerda esos meses como una carrera contrarreloj sin manual ni orientación clara. “Los padres no venimos con un manual para ser padres, y cuando algo así ocurre eso se hace más evidente. Primero llega la negación, después la desesperación de no saber qué hacer”, reveló.
“En el caso de Renato, al principio eran cosas que uno no entiende del todo: dormía muchísimo, bajó su rendimiento académico, comía muy poco o a veces demasiado, y tenía largos momentos de silencio. Uno piensa que son cambios de la adolescencia, hasta que empiezan a preocupar. Un día me mostró un video en YouTube y me dijo: ‘Mira este video, así me siento’. Tenía 13 años. Fue cuando entendí que algo realmente estaba mal”, contó la mamá del joven.
Con la voz entre la resignación y la determinación, agregó: “Ahí seguimos, porque esto no se soluciona de un día para otro. Uno quisiera encontrar respuestas rápido, pero no se puede vivir de cita en cita, esperando semanas o meses mientras el niño se apaga frente a los ojos. Es desesperante ver que todo depende de una agenda médica, cuando lo que uno necesita es ayuda urgente”.
“En la EPS lo atienden a uno cinco o diez minutos, de los cuales al menos la mitad se van en llenar datos. Eso es insuficiente para entender lo que está pasando, y las remisiones a especialistas no sirven de nada. En nuestro caso, en un año solo conseguimos una cita. La posibilidad de atenderlo por esa vía era prácticamente imposible”, añadió con voz pausada.
Luego vino el intento de buscar ayuda en el sector privado. “Consultamos al menos seis especialistas particulares, y las listas de espera llegaban a cuatro meses. Era un panorama muy incierto. Si no tienes los recursos, entiendes que hay una línea delgada, inclusive entre la vida y la muerte. Ni el sistema de salud ni las EPS están preparados para esto. Y lo otro es que los padres somos los primeros señalados. Todo el mundo se pregunta qué hicimos mal: que si le diste el teléfono, que si no estás prestando atención, que si es culpa de las redes… pero nadie se pregunta qué apoyo real tenemos los padres para enfrentar algo así”, lamentó.
“Cuando por fin llegamos al psicólogo y al psiquiatra, una de las primeras preguntas fue: ‘¿Tienen una red de apoyo?’. En ese momento ni siquiera entendíamos claramente qué era eso, hasta que comprendimos lo vital que es. Porque nadie debería atravesar algo así solo”, concluyó.
Después de mucha espera, él y su mamá dieron con una psicóloga que nombró la raíz del problema: ansiedad y depresión. Sin saberlo, Renato llevaba un tiempo siendo una de las tantas víctimas del deterioro de la salud mental en niñas, niños y adolescentes en el país debido a la pandemia en 2020.
Muchos índices confirmaban la delicada situación, empeorada por el aislamiento social. Un estudio de ese año sobre salud mental, adelantado por la Universidad Nacional y la Secretaría de Educación Distrital, reveló que uno de cada ocho estudiantes de secundaria en Bogotá pensó en hacerse daño, y uno de cada 34 intentó suicidarse.
La pandemia visibilizó una problemática de mucho tiempo atrás y que aún hoy está lejos de resolverse. Por algo las cifras siguen siendo preocupantes. Según el Ministerio de Salud, en 2024 el 44% de niños y niñas mostraron indicios de afectaciones de salud mental como depresión, ansiedad, bipolaridad, desórdenes alimenticios o esquizofrenia.
Y ese porcentaje estuvo muy relacionado con el número de suicidios durante 2024 en menores de entre 5 y 17 años. Según Medicina Legal, se presentaron un total de 287 casos en Colombia. Y entre enero y agosto de 2025 ya se habían registrado 189.
Lo que la ciencia advierte
La cantidad de causas de las enfermedades mentales en menores es amplia. Nohemí Galvis Romero, psiquiatra de niños y adolescentes, puede dar fe de ello. “A nivel escolar están las situaciones de bullying, las altas demandas de un entorno que promueve la competitividad, la inseguridad y la presión de los padres. A nivel familiar, por ejemplo, está el poco tiempo en familia, la violencia intrafamiliar, la falta de comunicación, supervisión y límites adecuados para cada edad, o los dispositivos electrónicos y las redes sociales. Y a nivel social está la normalización de situaciones de agresión, de violencia de género, de consumo de sustancias psicoactivas en los adolescentes y la exaltación de la cultura machista y narco, que se ha puesto muy de moda nuevamente”, explicó Romero.
El Estado y los colegios tienen mucho margen de mejora en la búsqueda de garantizar una niñez y adolescencia más sana en Colombia, especialmente en una mayor divulgación sobre salud mental, en una atención más temprana en el sistema de salud, en la capacitación de más profesionales que trabajan con la niñez y en la diversificación de las metodologías de enseñanza, minimizando la competitividad.
Pero también es cierto que la Ley 2383 de 2024, que establece la obligatoriedad de una cátedra de educación emocional en el plan de estudios de todos los colegios del país, ha sido un paso gigante. Medidas como esta sirven para que los menores desarrollen habilidades socioemocionales y reconozcan en sí mismos desde las más pequeñas señales de alarma.
“Cualquier cambio abrupto y sostenido en el patrón de sueño, de alimentación o en el rendimiento escolar ya es para consultar con un profesional. También son signos de alarma cuando un niño está irritable, empieza a aislarse, solo quiere estar en redes sociales, ya no socializa, pierde el interés por cosas que antes le gustaban, somatiza con dolores de cabeza o de estómago permanentes, o tiene conductas de riesgo como autolesiones”, añadió Romero.
Escuchar antes que corregir
No solo advertir estos comportamientos es clave, también la forma de abordarlos desde el núcleo familiar. Según la psicóloga Adriana Rodríguez, quien ha trabajado más de 20 años con niñas, niños y adolescentes en consulta particular, las conversaciones empáticas entre padres e hijos ayudan a contrarrestar afectaciones de salud mental.
“El primer paso sería entender lo que el niño le está diciendo a su papá. Lo segundo es conectar. Se necesita conexión antes que corrección, ya sea que el niño esté diciendo algo que le genera mucho dolor, tristeza o enojo, o que incluso quiera hacerse daño o hacérselo a alguien. Puede que hasta el padre le diga: ‘No tengo idea de qué vamos a hacer, pero acá estoy para ti’. Lo tercero es pedir ayuda con alguien que sepa”, dijo Rodríguez.
“En Colombia existe la línea 141, la línea 112 o las líneas de atención de los sistemas de salud. Si tienen EPS o medicina prepagada pueden llamar y decir: ‘Hola, mi hijo acaba de decirme esto, ¿qué debo hacer?’. O se puede ir a urgencias. La salud mental también es una urgencia médica”, agregó Rodríguez, convencida de que el tema de salud mental en menores debería tratarse preventivamente y no solo intervenir cuando ya puede ser demasiado tarde.
La validación de las familias es uno de los primeros pasos para que así sea. Renato coincide, especialmente a partir de las experiencias de sus compañeros y amigos que han preferido el silencio por miedo a la reacción de sus familias. “A veces los papás no creen que es en serio. Por ejemplo, pueden pensar que sus hijos no quieren hacer las tareas del colegio o del hogar por pereza. Pero igual los hijos no deberían guardarse las cosas por miedo a molestar. Porque guardarse todo es lo que más puede hacer que uno explote”, dijo Renato, ahora de 18 años.
Las barreras de los padres pueden estar relacionadas con el desconocimiento, la falta de herramientas, la ausencia por miedo a sentir que se equivocan al educar o simplemente con los modelos en los que fueron criados, esos en los que mostrarse vulnerable o pedir ayuda podía ser visto como un síntoma de debilidad. Ahora esos mismos modelos, voluntaria o involuntariamente, los replican con sus hijos.
Pero según Rodríguez, mostrarse vulnerable es lo que justamente hace más fuertes a las personas de esta generación, la que muchos llaman “de cristal”, de una manera injusta y despectiva. “Nosotros, los de otras generaciones, veníamos convencidos de que solo teníamos que obedecer, y nos acostumbraron a inhibir el pensamiento. Fuimos una generación que hacía mucho caso.
Y esta que nosotros estamos criando tiene voz, te enseña a poner límites y a decir si algo te gusta o no te gusta”, precisó. “Entonces sí, esta es una generación de cristal, pero una que sabe cómo volver a pegarse. Si yo le doy el permiso para romperse, te juro que sabe cómo reconstruirse”.
Renato es la prueba viviente. Después de ser diagnosticado y de varias recaídas, su alegría no se demoró en volver y su vida cambió para siempre, entre otras cosas al encontrar un nuevo propósito a través de la música. De hecho, es a lo que se quiere dedicar luego del colegio.
A partir de su proceso, también descubrió los hábitos que más le traen paz mental: ordenar su cuarto, hacer ejercicio, oír música con mensajes positivos y cuidar su calidad del sueño evitando el uso excesivo del celular.
Además, ahora le resulta más fácil reconocer sus emociones. “También aprendí que, por ejemplo, estar triste o enojado no es del todo malo. Estar triste es necesario para aprovechar luego los momentos en los que estás feliz. Y también aprendí que no hay que estar feliz todo el tiempo, porque la felicidad no es un estado completo de la vida, sino un momento”.