Durante mucho tiempo creí que la libertad consistía en poder elegir. Elegir mi carrera, mis amores, mis batallas. Me parecía que la autonomía era la prueba final de la adultez: poder decidir sin pedir permiso. Pero un día, en una conversación con mi psicoanalista, entendí que muchas de esas elecciones no eran realmente mías. Eran herencias: deseos maquillados con el lenguaje de la independencia.
Había aprendido a correr más rápido, a lograr más, a demostrar que podía. Sin embargo, esa velocidad no nacía del deseo, sino de la deuda. Corría para cumplir con una promesa invisible: la de ser “la mujer que lo logra todo”. Había confundido libertad con rendimiento, autenticidad con exigencia, deseo con deber.
En nombre de la emancipación, muchas mujeres nos hemos vuelto incansables. Nos levantamos antes que nadie, fundamos empresas, lideramos equipos, sostenemos familias, nos formamos en mil cosas. Pero debajo de esa expansión late una trampa más sutil: la de seguir siendo proveedoras del deseo ajeno. Queremos ser libres, sí, pero dentro de los parámetros de lo que se espera de una mujer libre.
Vivimos en una cultura que llama autonomía a la hiperactividad. Nos celebra cuando somos productivas, visibles, rentables, pero nos castiga si elegimos la pausa o el silencio. Byung-Chul Han lo llamó “la sociedad del cansancio”: sujetos que se explotan a sí mismos creyendo que se realizan. Creemos que trabajamos por voluntad, pero muchas veces seguimos obedeciendo. No a un jefe, sino a una mirada: la del sistema, la del algoritmo, la de ese ‘Otro’ que siempre pide más.
El dilema no está entre tener empleo o emprender. Está entre vivir desde la obediencia o desde la autoría. Crear lo propio no es montar una empresa; es tener una voz. Es construir una vida que no dependa del aplauso. Hannah Arendt decía que “laborar mantiene la vida, trabajar construye el mundo, pero solo actuar crea libertad”. Y actuar, en este sentido, es decidir con conciencia, no con reflejo.
Las mujeres sabemos de privaciones elegantes. De postergar lo propio en nombre del amor, del deber o del éxito. A veces no nos censura el sistema, sino nuestra fidelidad a él. Nos autoexplotamos con gratitud, convencidas de que así se prueba el valor. Pero cada renuncia tiene un costo. La privación no siempre viene de fuera; a menudo la ejercemos sobre nosotras mismas, como un acto de lealtad hacia lo que ya no creemos, pero todavía tememos soltar.
Hay un momento en que el cuerpo se cansa y el alma se sincera. Un instante en que la productividad deja de ser un trofeo y se revela como una forma de huida. Entonces ocurre algo simple y revolucionario: se despierta el deseo propio. Ese deseo que no busca validación ni permiso. Que no compite. Que no necesita explicación.
Lo propio no se conquista, se recuerda. No se trata de adquirir más, sino de despojarse. De volver al origen antes del mandato, antes del ruido, antes del “deber ser”. Lo propio se reconoce porque es ligero, no urgente. Porque no exige esfuerzo para sostenerlo: se sostiene solo, como una verdad.
Simone Weil decía que la gracia aparece cuando dejamos de querer poseerlo todo y nos dejamos habitar por lo esencial. Quizás esa sea la verdadera emancipación: no la expansión infinita, sino la coherencia radical. No la independencia absoluta, sino la interdependencia lúcida. No hacer más, sino ser plenamente.
Las mujeres estamos recordando que la libertad no se mide por lo que logramos, sino por lo que soltamos. Que crecer no siempre significa acumular, sino regresar a lo que somos sin artificio.
Estamos dejando de vivir en préstamo. Estamos devolviendo los deseos que no nos pertenecen. Y en ese gesto silencioso y poderoso, dejamos de ser hijas del deber para convertirnos, por fin, en madres del deseo.
Natalia Jiménez Aristizábal es emprendedora, builder de impacto y fundadora de Xaia Lab. Es conferencista internacional y creadora del movimiento “Women of the Future”.