A menudo, la realidad se siente como un grito en medio del ruido de las noticias. Injusticias, falta de oportunidades, miradas de desconfianza hacia la diversidad y una polarización que nos enfrenta día a día. Son estas grietas, a veces invisibles, las que van fracturando nuestro mundo.
Es fácil sentirnos impotentes y creer que el único refugio es apagar la pantalla, cerrar los ojos y esperar a que las mareas se calmen solas. Pero, ¿y si esa quietud fuera el verdadero peligro? Nos han enseñado a pensar que estas problemáticas son un asunto lejano, un espectáculo que ocurre “allá afuera”, en un escenario donde otros son los actores y nosotros, simples espectadores. Confiamos en que “alguien más se encargará” o que “pronto se solucionará”. Así permanecemos en un limbo de resignación, justificando nuestra inacción con la idea de que cualquier movimiento podría ser arriesgado o no tendría impacto. Sin embargo, la historia nos ha susurrado una y otra vez que la pasividad es una trampa mortal. El mayor riesgo es vivir anclados en una orilla que se aleja cada vez más de la humanidad.
Es natural sentirnos abrumados frente a la avalancha de sucesos. Es la prueba de que seguimos vivos. Pero una cosa es sentir nuestras emociones y otra muy distinta es instalarnos en ellas. Sentir desesperanza es humano; vivir en ella es un acto de rendición que nos hiere a todos.
Cuando permitimos que la resignación nos defina, nuestra actitud hacia nosotros mismos y hacia los demás se empobrece: la indiferencia se convierte en nuestro escudo y la amargura en nuestro lenguaje. Por ejemplo, un líder que habita en este estado de ánimo no inspira. Su supuesto “poder” es solo un espejismo, un castillo de naipes sostenido por el miedo, no por el respeto. La gente no se acerca, no confía y el espacio para la colaboración se cierra.
El impacto también se extiende al ámbito familiar. En nuestro rol de padres, vivir así es enseñar a nuestros hijos que no se pueden construir puentes. Es confirmarles que la conformidad es la única respuesta, en lugar de mostrarles que, incluso en la adversidad, existen formas de crear y de conectar.
Y es que la verdadera humanidad no es un discurso bonito ni una promesa vacía. Es una decisión consciente que se traduce en acciones tangibles. Es momento de dejar atrás las palabras grandilocuentes y comenzar con la única coherencia que realmente importa: la de nuestros actos cotidianos.
No hacen falta grandes gestas para transformar la sociedad. El cambio real reside en nuestras interacciones diarias, en los círculos de influencia donde nos desenvolvemos. Ya sea un líder que trata con respeto a su equipo, un vecino que se involucra en su comunidad o una persona que agradece a quien le ha servido. El coraje de enfrentar y resolver conflictos entre colegas o familiares, en lugar de evadirlos, demuestra que las diferencias pueden ser constructivas. A través de estos gestos sencillos mostramos que sí tenemos capacidad de aportar.
El verdadero impacto no siempre se mide en logros monumentales. Se encuentra en la capacidad de pasar de la queja a la propuesta, de ser espectadores a protagonistas, de inspirar cambios en lo que tenemos alcance. Al final, lo que realmente importa es el eco de nuestras acciones. Y aquí radica una verdad ineludible: lo que hacemos tiene un impacto, pero lo que decidimos no hacer también lo tiene. La inacción es una elección, y su efecto puede ser tan profundo y doloroso como el de un acto deliberado.
No hay una sola respuesta y cada quien tendrá que hallar su propio camino. Pero la pregunta ya nos pone en movimiento: ¿quiénes elegimos ser?
Yukari Sawaki, Gerente DOH Negocio Cárnicos de Nutresa