En las democracias modernas, las urnas rara vez se llenan con planes de gobierno; se llenan con emociones. Si el siglo XX fue la era de las ideologías, el siglo XXI es la era de los sentimientos intensos. Y ninguno es más eficaz, más manipulable ni más explotado que el resentimiento.
Lo vemos en Colombia y en gran parte del mundo: la política dejó atrás la deliberación serena para convertirse en una arena de catarsis, donde la principal promesa de un líder no es la prosperidad futura, sino la validación del dolor pasado. Así funciona la nueva política del rencor: transformar la sensación de injusticia en identidad, y esa identidad en votos.
El resentimiento no es un simple enojo pasajero, sino una amargura persistente, nacida de la percepción de una injusticia sistémica provocada por un adversario —la élite, los corruptos, “los otros”—. Cuando grandes grupos de ciudadanos, desde la clase media que percibe un descenso de estatus hasta las víctimas históricas de la exclusión y la violencia, sienten que el sistema los ha ignorado o traicionado, esa herida se incrusta en su identidad.
Ahí radica su poder: cuando alguien se siente fracasado, el político que le dice “Tú no fracasaste; te fallaron” gana instantáneamente una lealtad que ninguna propuesta tecnocrática podría alcanzar. El líder populista funciona como un espejo que refleja la frustración acumulada y la convierte en un relato claro, simple y profundamente emocional.
Y ahí está el truco maestro: el desplazamiento total de la responsabilidad.
El ciudadano deja de preguntarse qué pudo haber hecho diferente —estudiar más, emprender, ahorrar, votar mejor, exigir a sus autoridades locales—, porque ahora tiene una coartada perfecta: todo es culpa de “ellos”. El fracaso personal desaparece, la autocrítica se desvanece y la responsabilidad se transfiere por completo al chivo expiatorio: la oligarquía, los ricos, los empresarios, “los de siempre”.
Ese desplazamiento es adictivo. Libera al individuo del peso de su propia historia y le entrega una identidad nueva: la de víctima inocente y moralmente superior. Ya no hay que mejorar uno mismo; basta con castigar al culpable externo. El voto deja de ser un ejercicio racional y se convierte en catarsis. Se vota con el hígado, no con la cabeza.
El resentimiento dejó de ser un sentimiento incómodo para convertirse en la gasolina más barata y abundante del mercado político. Y la izquierda -hay que decirlo sin rodeos- lo ha entendido mejor que nadie. El mecanismo es eficaz y brutal: se toma una herida real -la desigualdad que duele, la corrupción que indigna, la violencia que no cesa-, se inflama hasta volverla llaga colectiva, y luego se le pone nombre y apellido al culpable. El mensaje no es “te voy a sacar adelante”, sino “te voy a explicar por qué te fue mal y voy a castigar a quienes te lastimaron”.
Eso no es un programa de gobierno. Es terapia de grupo con micrófono y tarima.
Los arquitectos de esta estrategia no solo reconocen el dolor: lo canalizan y lo amplifican. Operan bajo la consigna del “nosotros contra ellos”, reduciendo problemas complejos -inflación, inseguridad, estancamiento económico- a una causa única atribuible a un enemigo conveniente. La simplificación ofrece alivio cognitivo: el mundo, de repente, vuelve a tener sentido.
El líder, entonces, se convierte en un “salvador-guerrero”, un mártir dispuesto a enfrentarse a fuerzas oscuras que oprimen al pueblo. Su lenguaje es bélico, excluyente, binario. No dialoga: combate. Quienes buscan moderación o consenso son vistos como débiles o, peor, como traidores que pactan con el enemigo.
Este enfoque no solo moviliza a la base: la radicaliza. El resentimiento evoluciona hacia el odio político, una emoción mucho más poderosa que la esperanza. La gente vota con más fuerza en contra de algo que a favor de algo. Y ese motor electoral, aunque eficaz, es profundamente corrosivo.
El problema es el costo. Un gobierno que llega al poder alimentado por la rabia tiene el mandato de continuar la guerra, no de gobernar para todos. La consecuencia inmediata es la desinstitucionalización: las instituciones —la prensa crítica, los organismos de control, el poder judicial— dejan de ser contrapesos democráticos y se convierten en obstáculos que deben ser neutralizados. La política queda atrapada en una confrontación perpetua que hace imposible el diálogo constructivo.
El reto para Colombia -y para el mundo- no es ignorar el resentimiento, sino transformarlo. Mientras los políticos sigan viendo el dolor ciudadano como un recurso inagotable para obtener votos, y no como un problema que exige soluciones complejas y consensuadas, seguiremos atrapados en un ciclo de venganza donde el ruido de la confrontación termina ahogando cualquier posibilidad de progreso.
Revertir esta tendencia exige más que buenos planes: exige líderes dispuestos a hablarle a la razón y a la esperanza, no solo al eco amargo de la herida. Líderes capaces de devolver la responsabilidad al ciudadano y de decir la verdad incómoda: sí, hay injusticias, pero también hay cosas que dependen de ti.
Solo así dejaremos de ser un país de víctimas eternas y podremos volver a ser un país de ciudadanos responsables.
María Alejandra Noriega, socia y consultora en Noriega Abogados y consultores Especializados SAS y CAE / Asesora Juntas Directivas