El debate sobre la legalización de las drogas merece la máxima seriedad. No es un juego de palabras ni un recurso para provocar titulares. Es, quizá, la única estrategia viable frente a un mercado que la prohibición no ha logrado contener. Pero confundir esa discusión con la idea de que todo lo ilícito puede volverse lícito, como sugirió el presidente Petro, es un salto al vacío. Gobernar no es improvisar frases, sino fijar rumbos normativos claros en medio de un conflicto que sigue desangrando al país.
Hablar de legalización significa reconocer con evidencia que el enfoque prohibicionista es limitado. En Colombia, la llamada ‘guerra contra las drogas’ no ha resuelto el problema: mientras el crimen organizado alimenta el conflicto armado, multiplica víctimas y devasta ecosistemas, la estrategia prohibicionista sigue sin ofrecer una salida sostenible. Insistir en ella es prolongar las consecuencias de un conflicto que ya no es ideológico sino criminal: erradicaciones forzadas que se reponen en semanas, incautaciones que representan apenas una fracción de la oferta y cabecillas reemplazados con rapidez quirúrgica.
El problema no es solo de oferta. Mientras haya demanda vibrante, la rueda seguirá girando. Y la demanda, conviene recordarlo, se concentra en los países consumidores, donde también se lavan las mayores rentas y se planifican buena parte de las cadenas criminales. Sin corresponsabilidad internacional en prevención, tratamiento y control financiero, pedirle a Colombia que gane esta guerra es como pedirle que vacíe el mar con un balde o que enfrente un cáncer con aspirinas.
En ese contexto, reducir el debate a ‘quitar una letra’, la letra ‘i’ de ilegal, como lo propone el presidente Gustavo Petro, es irresponsable. Una afirmación ambigua y en tono de chiste puede convertirse en excusa para que grupos ilegales presionen regulaciones a su medida o relativicen la ley como si fuera un adorno de la estrategia política. La ligereza en la palabra presidencial se traduce en riesgos reales: erosiona la confianza en la justicia, debilita la disuasión del crimen y alimenta la captura institucional. La legalidad no puede ser elástica, porque cuando la ley se dobla, el crimen la dobla aún más.
Legalizar no significa abrir la puerta al consumo sin límites, sino regular con responsabilidad un mercado que ya existe y que hoy financia la violencia. Implica control sanitario, trazabilidad, impuestos destinados a prevención y tratamiento, y estándares ambientales que eviten la depredación de la selva y los ríos. Supone arrebatar a las mafias el diferencial de precios que les da poder económico y armado.
Pero hay un aspecto ineludible: si se legaliza, debe fortalecerse la prevención temprana. No basta con regular el mercado, es imprescindible trabajar desde la niñez y la adolescencia para que las nuevas generaciones conozcan los riesgos y consecuencias del consumo. Una política seria no se limita a regular la oferta, también educa, acompaña y protege a quienes podrían convertirse en consumidores. Solo así se reduce la demanda futura y se evita que la legalización sea percibida como una invitación al uso indiscriminado.
La legalización puede ser, entonces, una salida estratégica, pero exige un diseño integral: regulación global, campañas educativas sostenidas y un compromiso internacional real. Y es clave subrayar que esta lógica aplica únicamente a las drogas. No se legalizan la trata de personas, el tráfico de armas, la minería ilegal que envenena los ríos ni el saqueo de la flora y fauna. Esos no son mercados que puedan humanizarse con normas, son delitos que atentan directamente contra la dignidad humana, el medioambiente y el contrato social.
Colombia y el mundo necesitan un debate profundo y honesto sobre la legalización de drogas. Pero esa discusión no puede confundirse con la idea de que todo lo ilícito puede volverse lícito. La experiencia demuestra que cuando la ley se vuelve flexible, el crimen se expande en esa misma flexibilidad.
Una agenda seria debe ir mucho más allá de frases ingeniosas, exige debate y consenso internacional, reconversión productiva en zonas cocaleras, persecución efectiva de las finanzas criminales y políticas de prevención que comiencen en la infancia. Eso es muy distinto a la improvisación.
El país no puede seguir atrapado entre la retórica ligera y la violencia estructural. Discutir con rigor la legalización de las drogas es urgente; puede ser el único camino estratégico para debilitar un mercado que la prohibición no controla. Pero extender esa lógica a todo lo ilícito equivale a aceptar vivir sin reglas, en un terreno donde nada es firme y la justicia se convierte en artificio.
Un presidente tiene el deber de abrir debates con claridad. Porque entre una regulación seria y una consigna fácil está la distancia que separa a un Estado de derecho de un país gobernado por el crimen.
Rocío Pachón, experta en construcción de paz, seguridad y relaciones internacionales. Actualmente, asesora de Cooperación Internacional y Alianzas del Centro Nacional de Memoria Histórica.