El comportamiento de Gustavo Petro refleja una preocupante tendencia hacia el personalismo extremo y la sobreexposición pública, elementos que trascienden el ámbito de la comunicación política y se proyectan como síntomas de un ejercicio de poder basado en el ego y la confrontación. Esta dinámica no solo plantea interrogantes en materia de salud mental y estabilidad emocional del jefe de Estado, sino que, además, tiene consecuencias tangibles en la política exterior, la economía nacional y la posición de Colombia en el sistema internacional.

La conducción del país parece estar determinada por los impulsos individuales de Petro, antes que por criterios técnicos o institucionales. En lugar de reconocer los límites propios del ejercicio presidencial y la necesidad de la deliberación democrática, el mandatario insiste en discursos que desconocen la realidad y se apoyan en narrativas subjetivas o teorías sin sustento lógico. Este comportamiento, reiterado en múltiples escenarios públicos, evidencia una preocupante desconexión entre el discurso presidencial y las verdaderas necesidades de la Nación.

En reiteradas ocasiones he manifestado mi preocupación por la clara incapacidad del presidente para ejercer el cargo con la responsabilidad que este amerita. No son hechos aislados el deterioro de su discurso ni la habitual toma de decisiones erradas; se trata de consecuencias de un “liderazgo” desbordado, improvisado y desmesurado. Preocupa, además, el presunto consumo de sustancias psicotrópicas y la excesiva ingesta de alcohol, lo que agrava el panorama de gobernabilidad y ratifica su falta de idoneidad en la dirección de la rama Ejecutiva.

El reciente episodio diplomático derivado de la detención de la flotilla Global Sumud, compuesta por más de quinientos activistas de cuarenta y cuatro países —entre ellos, dos ciudadanas colombianas—, es ilustrativo de este patrón. Ante la noticia de la detención, el presidente Petro reaccionó de manera intempestiva, denunciando un supuesto “secuestro”, ordenando la expulsión de la delegación diplomática israelí y anunciando la ruptura del Tratado de Libre Comercio con Israel, todo ello sin el debido soporte probatorio ni un análisis previo de las consecuencias jurídicas y económicas de tal decisión.

Posteriormente, el mandatario calificó al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, como responsable de un “nuevo crimen internacional”, sin mediar un pronunciamiento de autoridad judicial competente ni la aplicación del principio de presunción de inocencia consagrado en el derecho internacional. Este tipo de declaraciones, carentes de sustento jurídico, comprometen la política exterior del país, vulneran los principios de soberanía y buena fe en las relaciones internacionales y desconocen los canales diplomáticos previstos en los tratados internacionales.

La improvisación y el narcisismo con que se manejan los asuntos internacionales evidencian una preocupante tendencia a instrumentalizar la política exterior con fines ideológicos o de protagonismo mediático. Mientras el Ejecutivo centra su atención en conflictos ajenos —como el de Gaza e Israel—, el país enfrenta una grave situación de orden público interno: ataques armados contra la población civil, asesinato de guardianes del Inpec, incremento del narcotráfico y hostigamientos constantes a las Fuerzas Militares en regiones como el Catatumbo, sin mencionar las recientes manifestaciones y actos de vandalismo auspiciados desde el Gobierno Nacional.

La propuesta de enviar tropas a Gaza, sin un mandato previo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (ONU), constituye un acto de temeridad institucional y una vulneración del principio de legalidad en materia de intervención internacional. Pretender posicionar a Colombia como una potencia moral autoproclamada, al margen del derecho internacional, solo profundiza el aislamiento diplomático y la desconfianza de los aliados estratégicos.

El ejercicio del poder por parte de Petro ha derivado en una erosión progresiva de la institucionalidad democrática, el debilitamiento de la confianza internacional y la exposición constante del país a riesgos políticos, económicos y diplomáticos innecesarios. La política exterior no puede ni debe estar subordinada al narcisismo presidencial ni a impulsos emocionales, y mucho menos, en este caso, a maldecir a Israel, ignorando las consecuencias. Fatídicamente, la jefatura del Estado quedó reducida a un discurso reactivo que fractura las relaciones internacionales. Colombia necesita retomar el rumbo, volver a una diplomacia guiada por la prudencia, el respeto al derecho internacional y la defensa de los intereses nacionales. Solo así podrá reconstruir la confianza que hoy se deteriora con cada reacción improvisada.