Dice un sabio dicho popular: “Dios, dame fuerzas para enfrentar los problemas que puedo solucionar, y paciencia para sobrellevar los que no puedo”. Lástima que muchos, sobre todo quienes se autodenominan “el pueblo”, hagan oídos sordos a esa sabiduría elemental.

El eterno conflicto de Medio Oriente no empezó ayer, ni siquiera hace 20 años. Su chispa se encendió en 1948, cuando, bajo el auspicio del Reino Unido, se le concedió al pueblo judío un pedazo de tierra árida para fundar su patria: Israel. Al día siguiente de su creación, los vecinos —Líbano, Siria, Transjordania, Irak y Egipto— inconformes con la decisión de Naciones Unidas y con la huida de palestinos, le declararon la guerra al recién nacido Estado hebreo. Fue la primera de muchas.

Después de aquella contienda, unos 158.000 palestinos partieron al exilio, y cerca de 900.000 judíos fueron expulsados de los países árabes. Una década más tarde, Egipto volvió al ataque, anexándose la península del Sinaí. En 1967 —no en 1968, como suele decirse— los países árabes repitieron la dosis: fue la célebre Guerra de los Seis Días, que terminó con la victoria de Israel y la ocupación de Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este, el Sinaí (que luego devolvió gracias a los acuerdos de Camp David) y los Altos del Golán.

En 1973 vino Yom Kipur, otro intento árabe de borrar a Israel del mapa. Egipto y Siria lanzaron un ataque sorpresa mientras el pueblo judío celebraba su día más sagrado. Al mismo tiempo, grupos armados palestinos emprendieron una ofensiva terrorista internacional que incluyó secuestros de aviones y atentados contra diplomáticos israelíes. La infamia llegó a su clímax con la masacre de Múnich, donde deportistas israelíes fueron asesinados durante los Juegos Olímpicos de 1972.

La historia reciente es más conocida: hace dos años, Hamás —el grupo que gobierna Gaza con puño de hierro— lanzó un ataque brutal que dejó más de 1.200 israelíes asesinados a sangre fría. Fue el detonante de la actual respuesta militar de Israel.

Este recuento basta para desmontar el relato romántico de cierta izquierda global, que insiste en presentar a Israel como el villano absoluto de la película. Lo cierto es que buena parte de los conflictos en Medio Oriente han sido provocados por los mismos países árabes vecinos, con una larga tradición de guerras entre ellos: Irán e Irak, Sudán, Kuwait, Yemen… Y mientras tanto, Israel —con todos sus defectos— sigue siendo la única democracia representativa de la región, donde las mujeres y las minorías tienen derechos que en muchos de esos países aún se sueñan.

En medio de este tablero, quien ha pagado los platos rotos ha sido el pueblo palestino, usado como carne de cañón por los mismos regímenes árabes, que se llenan la boca hablando de solidaridad, pero que nunca les abren las puertas cuando estalla una guerra. Israel ha sobre reaccionado, sí. Pero los que lo atacan saben perfectamente cuál será su respuesta, y aún así lo provocan.

El dilema de Gaza se parece demasiado al de Venezuela, Cuba o Nicaragua. Hamás, como Maduro, los Castro o el pedófilo Ortega, son élites corruptas e ilegítimas que se aferran al poder contra la voluntad de su gente, condenando a sus pueblos al aislamiento y la miseria. Y quienes los apoyan —Putin, Petro y otros caudillos con ínfulas autoritarias— son tan responsables del sufrimiento palestino, con su apoyo sesgado, como el propio Hamás.

Lo sorprendente es la habilidad de estos falsos redentores para voltear la historia, copiando al pie de la letra los manuales de propaganda soviética. A punta de imágenes y golpes de opinión, manipulan la indignación de los ciudadanos de las democracias, haciéndoles creer que los victimarios son víctimas.

Pregúntenle, si no, a los habitantes del Cauca o del Catatumbo, que sí saben lo que es tener que enfrentar los problemas que —con voluntad y carácter— se podrían solucionar, mientras se dan luchas mal enfocadas e imposibles en Palestina.