La infiltración criminal en las estructuras del Estado constituye una amenaza extrema y no admite eufemismos. Es el resultado directo de decisiones políticas erradas, concesiones irresponsables y una visión profundamente ingenua sobre el funcionamiento del crimen organizado. Colombia se acerca a un colapso institucional real, y solo un liderazgo decidido, con estrategia clara y autoridad efectiva, será capaz de detener un deterioro que avanza sin freno.
El denominado pacto de La Picota, revelado en 2022, fue la primera señal de una peligrosa cercanía entre sectores políticos y organizaciones criminales. Las reuniones de Juan Fernando Petro con condenados por corrupción, parapolítica y narcotráfico para explorar apoyos electorales a cambio de beneficios jurídicos mostraron una inédita normalización del diálogo político con actores ilegales. Aunque se presentó como un acto personal, el mensaje que quedó fue otro: los criminales podían esperar beneficios a cambio de respaldos.
Con el nuevo gobierno, esa alerta se amplificó. La llamada paz total —concebida para negociar simultáneamente con guerrillas, disidencias, bandas criminales y narcotraficantes— abrió canales institucionales que rápidamente fueron cooptados. Las denuncias de cobros para incluir narcotraficantes como gestores de paz y los esfuerzos de grupos ilegales por obtener estatus político evidenciaron que el proceso carecía de los blindajes básicos.
La apuesta gubernamental partió de un diagnóstico equivocado. Ya no existen insurgencias motivadas por causas ideológicas: predominan estructuras criminales dedicadas a proteger rentas ilícitas —cultivos de coca, minería ilegal, extorsión, abigeato y control territorial— que funcionan como empresas armadas. Su interés no es la paz, sino preservar y expandir su negocio. La suspensión de operaciones ofensivas y la relajación del control estatal fueron aprovechadas como una ventana para reorganizarse, reclutar, disputarse territorios y ampliar su capacidad militar.
Las consecuencias son evidentes. La infiltración detectada recientemente en el Ejército Nacional y en la Dirección Nacional de Inteligencia —expuesta tras la incautación de documentos a alias Calarcá— reveló una penetración incompatible con un aparato de seguridad funcional. La suspensión de un general y un alto directivo de inteligencia confirmó la gravedad del daño: el Estado fue vulnerado desde sus puntos más sensibles.
Los hechos de 2022, 2023 y 2025 trazan una línea clara: el pacto de La Picota abrió la puerta; la paz total institucionalizó los canales, y la infiltración actual muestra que esas grietas no solo no se cerraron, sino que fueron explotadas. Lo que se presentó como una política de paz terminó convertido en un caballo de Troya. La investigación de Noticias Caracol lo evidenció: las disidencias no solo lograron infiltrarse, sino que ordenaban asesinatos de firmantes del Acuerdo de Paz, reclutaban menores y delinquían bajo un manto institucional que desvirtuó completamente el propósito inicial.
La fragmentación entre estructuras criminales —alimentada por disputas económicas y por el vacío generado alrededor de la paz total— ha producido una atomización de la violencia que golpea tanto a la ciudadanía como a la Fuerza Pública. Los datos así lo demuestran. Según una investigación de SEMANA, en los primeros tres años del Gobierno Petro se registraron más de 40.000 homicidios, superando los 37.795 del mismo periodo del gobierno Duque y los 36.646 del segundo mandato de Santos. El promedio anual también refleja el deterioro: 13.554 asesinatos por año, frente a 12.598 en Duque y 12.215 en Santos.
Para la Fuerza Pública, el panorama es crítico. Según fuentes abiertas, solo en 2025 fueron asesinados más de 140 uniformados, un incremento superior al 120 % frente al año anterior, y casi 600 resultaron heridos en actos del servicio. Es el año más violento de la última década, una evidencia del crecimiento ofensivo de los grupos armados ilegales y del retroceso del control estatal en múltiples regiones.
La Misión de Observación Electoral ha advertido que la violencia política, la inseguridad y la debilidad institucional representan un riesgo alto para la democracia de cara a las elecciones de 2026. A este escenario se suma un país profundamente polarizado, como lo confirmó la encuesta Invamer realizada entre el 30 de julio y el 5 de agosto de 2025, que muestra una contienda dominada por dos proyectos irreconciliables y un centro político que naufraga en sus propias ambigüedades. Su insistencia en no integrarse a alianzas que fortalezcan los intereses del país lo ha dejado sin rumbo y sin capacidad real de incidencia. El sondeo señala, además, que la mayor intención de voto se inclina hacia el candidato de izquierda, anticipando la continuidad —o la profundización— del modelo que dio origen a la paz total.
Ese modelo, lejos de ofrecer resultados, se convirtió en una política costosa e ineficaz. Los costos operativos, logísticos y administrativos del proceso superan los 300.000 millones de pesos entre 2023 y 2025, sin que ello haya generado una reducción sustancial de la violencia ni un avance concreto en la presencia estatal en los territorios.
Ha llegado el momento de la decisión. El país necesita una conducción política capaz de blindar las instituciones, desmontar la cooptación criminal y restablecer la autoridad del Estado. Se requiere liderazgo sin ambigüedades: suspender la paz total en su formato actual, recuperar la iniciativa operacional y desplegar una ofensiva sostenida contra todas las estructuras armadas, abriendo caminos reales de sometimiento y no vías indulgentes disfrazadas de negociación.
No hay espacio para más concesiones. Es imperativo fortalecer la Fuerza Pública, dotarla adecuadamente, respaldarla políticamente, acompañarla de reformas judiciales que permitan actuar con eficacia y rapidez, por último y lo más importante, levantar la moral de quienes han defendido la democracia bajo el mando de un líder que los represente con orgullo.
Este no es un tiempo para improvisaciones ni para repetir políticas que ya demostraron su fracaso. Es un momento decisivo para recuperar la seguridad nacional y restablecer la autoridad del Estado. Colombia se encuentra ante una encrucijada histórica: o reafirma su institucionalidad mediante decisiones firmes y un liderazgo con carácter, o se hunde en un deterioro que podría volverse irreversible. La defensa de la República exige resultados, no discursos vacíos. Por eso, la decisión que no puede aplazarse es que el voto de opinión, plenamente consciente de la gravedad del momento, respalde con determinación la opción de una oposición creíble y capaz de restablecer el orden, ejercer autoridad y conducir al país por un rumbo de estabilidad.