Hay momentos en que las palabras dejan de nombrar y empiezan a encubrir. Colombia vive uno de esos momentos. El poder ha descubierto que es más fácil cambiar el diccionario que cambiar la realidad, y en esa alquimia perversa, el fraude se transmuta en rebelión, la ilegalidad en inclusión, la corrupción en gestión.

El ministro de la Igualdad —qué ironía en el cargo mismo— salió explicando por qué no cumplía la cuota de género: la “M” de su cédula, dijo, no significaba masculino sino “marica”. Así, de un plumazo retórico, la norma dejó de existir. No la violó; la reinterpretó. Como si las leyes fueran poemas abiertos a la libre asociación, como si gobernar fuera un ejercicio de creatividad lingüística desde una cartera que existe para simular que algo se hace mientras nada cambia.

Margarita Rosa de Francisco mintió en un formulario. Se declaró estrato 3 y con ello accedió a un subsidio educativo. Cuando el concejal Daniel Briceño expuso la mentira, ella no pidió disculpas ni devolvió el dinero. Dijo que había sido un acto de “rebelión”. Como si robarle la oportunidad a quien sí vive en estrato 3 fuera un gesto revolucionario, como si la deshonestidad pudiera lavarse con palabras bonitas.

El gobierno abraza criminales en público, intercambia sombreros con ellos, los sienta en mesas de negociación. Y le llama a eso “paz total”. Como si la paz pudiera construirse sobre la impunidad, como si las víctimas no existieran o fueran apenas un detalle molesto en la narrativa oficial.

Destruyen el sistema de salud con método y premeditación. Lo anuncian con onomatopeyas infantiles —“CHU CHU CHU”, susurra el presidente mientras el tren se descarrila— y cuando el colapso es evidente, culpan al pasado. Sí… Siempre al pasado. Como si tres años no fueran suficientes para asumir responsabilidades, como si gobernar fuera solo heredar culpas ajenas.

Miguel Uribe Turbay recibió más de cuarenta ataques verbales del presidente. Pidió protección. Se la negaron. Lo asesinaron. Y el gobierno, en lugar de examinar su responsabilidad, se declaró víctima. Como si las palabras no tuvieran consecuencias, como si el odio sembrado desde el poder fuera apenas retórica inofensiva.

Pero tal vez nada duele más que lo que han hecho con las víctimas del conflicto. La revista SEMANA lo documentó: contratos inflados, intermediarios que cobran por gestionar dolor, una maquinaria burocrática que se alimenta de la tragedia. Prometieron dignidad y entregaron explotación. Como si el sufrimiento ajeno fuera una mina por explotar, como si las víctimas fueran clientes de un negocio macabro.

Este no es un accidente. Es un método. Un poder que no corrige al Estado sino que lo pervierte, que no repara las instituciones sino que las deforma hasta volverlas irreconocibles. Un poder que ha descubierto que es más fácil cambiar las palabras que cambiar la realidad. El presidente mismo lo confesó sin pudor: propuso quitarle la “i” a “ilegal” para que lo ilegal se volviera legal. No es metáfora. Es la literalidad del absurdo: si no puedes cumplir la ley, cambia el idioma. Si la realidad te incomoda, edita el diccionario.

Durante tres años hemos visto cómo cada eufemismo erosiona un pedazo de institucionalidad, cómo cada mentira disfrazada de poesía barata debilita la democracia, cómo cada transgresión justificada con retórica progresista nos aleja del país posible.

La batalla que viene no es entre izquierda y derecha. Es entre la decencia y la impostura, entre quienes creemos que las palabras deben nombrar la realidad y quienes las usan para ocultarla. Colombia no puede darse el lujo de otro experimento con el lenguaje. Porque cuando las palabras dejan de significar lo que significan, cuando el fraude se llama rebelión y la corrupción se llama gestión, no solo se pierde el idioma. Se pierde el país.

Si volvemos a caer en esta trampa, ya no será ingenuidad. Será complicidad. Y para eso, me temo, no habrá eufemismo que nos redima.