En la Inglaterra del siglo XVIII, cuando los tribunales apestaban a prejuicio, el joven abogado William Garrow cometió el imperdonable pecado de defender al indefendible. Lo llamaron traidor de la moral, prostituto del derecho. Su crimen consistía en algo intolerable para la conciencia pública: tender la mano a quien yacía en el fango de la acusación, aun sabiendo que esa mano quedaría manchada ante los ojos de quienes se creían limpios. Lo que no comprendían era que Garrow no defendía criminales. Estaba pariendo la justicia moderna, con todo el dolor y la sangre que implica cualquier alumbramiento civilizatorio.

Fue él quien acuñó la frase que hoy llevamos tatuada en la médula del garantismo: “Inocente hasta que se demuestre lo contrario”. Palabras tan simples que parecen obvias, pero que entonces resultaron revolucionarias. Garrow entendió lo que las masas sedientas de escarmiento jamás aceptarán: que la dignidad de un sistema judicial no se mide por la velocidad con que cuelga culpables, sino por el escrúpulo con que protege a los acusados. Defender al despreciable no es complicidad: es el acto fundacional de una civilización que ha decidido no devorar a sus propios hijos en el altar de la venganza.

La vida de Garrow encarna una paradoja: como fiscal, condenó a un hombre; como abogado, años después, defendió y logró la liberación de ese mismo hombre. Ese tránsito entre acusación y defensa no fue oportunismo ni incoherencia: fue la prueba de que comprender la justicia exige habitarla desde todas sus aristas, incluso las más incómodas. Esa experiencia es la credencial más irrefutable de competencia que puede ostentar un jurista.

Sin embargo, Garrow, con el respaldo de Thomas Erskine, uno de los más connotados juristas de su tiempo, ascendió a los más altos cargos de la magistratura británica: procurador general primero, fiscal general después. ¿Cómo es que un hombre que había defendido a los más execrados criminales terminó custodiando la ética del Estado? Simple: porque quienes han descendido a las catacumbas del sistema judicial son precisamente los más capacitados para gestionarlo e incluso reformarlo. Las transformaciones reales no las lideran los inmaculados que observan desde la distancia aséptica de sus principios abstractos: las concretan quienes han ensuciado sus manos en el barro de lo real. Colombia, por ejemplo, que clama a gritos una reforma judicial, necesita menos predicadores de santidad y más cirujanos que no teman meter el bisturí en esa carne gangrenada.

Por eso resulta tan absurdo que en el marco de nuestro debate político actual se improvisen tribunales morales desprovistos de garantías. Eso de pretender vetar a quienes han ejercido el derecho sagrado a la defensa, al confundir al abogado con su cliente, como si la toga fuera una piel contagiosa, no tiene presentación. Insistimos hasta la saciedad: ejercer la defensa no es un pecado, es un deber. Quien niega esa legitimidad está negando la columna vertebral del garantismo, que debería ser el requisito mínimo para gobernar. ¿Qué esperanza puede albergar un país si entrega su destino a quien se niega a ofrecer las garantías más elementales?

Aquí conviene trazar una distinción. Una cosa es el veto privado, ese acto íntimo mediante el cual un ciudadano decide no otorgar su voto a determinado candidato. Un gesto legítimo que no degrada a nadie. Pero hay otra clase de veto: el que ejerce un líder político desde una tribuna, el que proclama quien aspira a convertirse en faro moral para millones. Un veto que arrastra el peso de una autoridad que aún no se ha ganado, pero que se arroga. Con ese peso viene una responsabilidad mayor: quien aspira a gobernar debe comprender que su voz exige respeto por los principios y las garantías, no caprichos elevados a dogma. Eso no es liderazgo: es matoneo.

Lo peor es que, mientras Colombia se desangra en violencia, se pudre en corrupción, se hunde en pobreza y se tambalea en una crisis institucional que roza el cinismo, hay quienes consideran prioritario desviar la conversación nacional hacia vetos morales. Aquí todo es doblemente obsceno: primero, porque distrae; segundo, porque insulta. Insulta a cada colombiano que espera respuestas concretas mientras algunos se pavonean en exhibiciones de superioridad ética. Como si las heridas del país pudieran esperar mientras los iluminados dirimen quién es más casto.

Hay algo todavía más perverso: quien descalifica a un candidato desde esa autopercepción de superioridad moral no solo desprecia al individuo, sino a quienes lo respaldan. Les dice que su juicio es deficiente, que su termómetro moral es inferior, que su voz no merece respeto. Es un insulto que revela la distancia entre quien se cree pontífice de la moral y el pueblo al que dice querer servir. Una distancia que no es brecha, sino abismo. Desde ese abismo no es posible gobernar.

La lección es clara: la verdadera grandeza de un líder no se mide por la pureza que proclama desde su pedestal, sino por su capacidad de respetar la dignidad de la gente y de enfrentar sin aspavientos los problemas reales que corroen el tejido social. Quien convierte la política en un tribunal moral no está preparado para gobernar; está preparado para echar carreta desde el púlpito de su propia suficiencia. Colombia no necesita más echadores de carreta: necesita estadistas capaces de escuchar, comprender y resolver.

La toga de Garrow estaba manchada, sí, pero esas manchas no eran de ignominia: eran las cicatrices de quien había peleado en las entrañas de la justicia, no en los salones perfumados de la moralina. Son precisamente esas cicatrices las que acreditan a alguien para gobernar. Porque gobernar también es ensuciarse, no en dinámicas distantes de la ética, sino en el barro de las imperfecciones que tanto odian los cobardes.

Colombia necesita líderes con cicatrices. Gente que haya habitado la complejidad y no aquellos que la observan desde la distancia cómoda de sus inmaculadas certezas. La pregunta que deberíamos hacernos no es quién exhibe las manos más limpias, sino quién tiene la fiereza de ensuciarlas en la ardua obra de construir un país mejor.