Colombia avanza hacia un modelo de gobierno que contradice su propia Constitución. El país que se definió en 1991 como descentralizado y participativo vuelve, poco a poco, al centralismo que creíamos superado. Con discursos grandilocuentes sobre protección ambiental, reforma agraria y justicia social, el Gobierno nacional ha hecho de la planeación territorial un ejercicio de escritorio: se legisla desde Bogotá para territorios que no se conocen y se decide sobre el suelo sin mirar a quienes lo habitan. En nombre del ambiente y la equidad se construye un modelo que, lejos de solucionar los problemas del campo, los multiplica.
Las Resoluciones 221 y 0855 de 2025, que declaran zonas de reserva ambiental en Santander y Antioquia, son el reflejo más reciente de esa tendencia. Ambas se presentan como actos de protección ecológica, pero se expidieron sin coordinación con las autoridades municipales, sin análisis de impacto productivo ni social, y sin la participación real de las comunidades. Lo que el Ministerio de Ambiente llama “zonas de reserva” termina siendo, en la práctica, la suspensión de las competencias constitucionales de los municipios sobre el uso del suelo.
El artículo 287 de la Constitución reconoce a los entes territoriales el derecho a gobernarse por sus propias autoridades y a administrar los asuntos que les conciernen. La Ley 388 de 1997 estableció que los Planes de Ordenamiento Territorial (POT) son el instrumento fundamental para orientar el desarrollo físico y económico de cada municipio. Al superponer resoluciones nacionales sobre esos instrumentos, el Gobierno vulnera la esencia de la autonomía local. El problema, además de ser técnico, es político. En un Estado descentralizado, decidir desde el centro equivale a vaciar de contenido la democracia territorial.
No se trata de negar la importancia de proteger páramos o cuencas. Lo irresponsable es hacerlo sin articular lo ambiental con lo productivo. Pero el Gobierno opta por imponer desde arriba, prohibir sin compensar, legislar sin presencia institucional. Las consecuencias son visibles: pérdida de empleos, inseguridad jurídica, conflictos entre campesinos y autoridades y un aumento de la desconfianza en las instituciones. Lo que debería ser planeación sostenible se convierte en improvisación centralista.
La llamada reforma agraria repite el mismo error estructural. Redistribuir la tierra sin crédito, infraestructura ni asistencia técnica es sembrar precariedad. En lugar de corregir los desequilibrios, el Gobierno reproduce un modelo de anuncios sin mapa y normas sin músculo institucional. Las Áreas de Protección para la Producción de Alimentos (APPA) y las Zonas de Protección (ZPPA), creadas por la Ley 2294 de 2023, concentran en Bogotá la potestad de definir qué se puede hacer en grandes extensiones rurales. Si una finca cae dentro de una APPA, el Ministerio de Agricultura decide su destino. No hay expropiación formal, pero sí pérdida de autonomía y de viabilidad económica. En un país donde la agricultura familiar sostiene la seguridad alimentaria, esa política equivale a debilitar el campo en nombre de la sostenibilidad.
El desorden institucional agrava la crisis. Colombia opera hoy con más de una docena de planes y figuras —POT, EOT, POMCA, PUEAA, PMA, reservas forestales, APPA, PIGARS, entre otros— que se solapan sin coherencia ni jerarquía. Esta fragmentación jurídica es la manifestación más evidente del desgobierno territorial. Comunidades, empresas y autoridades locales viven en la confusión permanente de no saber si pueden producir, construir o conservar, mientras los ministerios siguen dictando decretos sin coordinación.
La autonomía territorial no es una concesión política; es una garantía democrática. Su propósito es permitir que las decisiones se adapten a las realidades sociales, culturales y ambientales de cada territorio. No se puede gobernar la Amazonía con los mismos criterios que La Guajira ni aplicar la misma norma en el altiplano cundiboyacense y en los valles interandinos. La diversidad es la esencia del país, pero el Gobierno insiste en administrar con homogeneidad normativa. Cuando la ley se desconecta de la geografía, el territorio deja de ser un espacio de vida para convertirse en un conjunto de restricciones.
Salir de este modelo es posible, pero exige voluntad política y sensatez técnica. El camino está en la concurrencia nación–territorio, no en la subordinación. Se necesita segmentar el territorio con criterios técnicos, diseñar planes de manejo transicional con presupuesto y asistencia, crear una ventanilla única rural que simplifique trámites y consolidar una gradualidad inteligente que proteja sin paralizar. Proteger sin invertir es castigar; conservar sin alternativas es empobrecer.
El campo colombiano no necesita más decretos ni titulares, sino coherencia. No puede haber redistribución de tierras sin catastro actualizado, ni conservación sin microzonificación, ni competitividad sin infraestructura rural. Cada decisión tomada sin diagnóstico técnico y sin participación local solo multiplica los fracasos de un Estado que promete desarrollo pero produce desconfianza. Cuando las leyes no se construyen con la gente, la gente deja de creer en las leyes.
Lo que está en juego no es solo la administración del suelo: es la cohesión del país. Si Colombia pierde su campo, pierde su cultura, su identidad y su libertad. Un país que no puede alimentarse con su propia tierra queda condenado a depender de otros, y la dependencia siempre es una forma de sumisión.
Por eso el llamado es claro: respeten a los territorios, devuélvanles la voz a los municipios, confíen en quienes viven de la tierra. Porque quien siembra y cuida la tierra sostiene naciones. En la medida en que dignifiquemos su trabajo, estaremos decidiendo si Colombia será un país que depende de discursos o un país que depende de sí mismo.