El Acuerdo Final de Paz suscrito entre el Estado colombiano y los grupos armados ilegales se diseñó con la intención de cerrar décadas de violencia, donde se garantizaría el abandono de las armas por parte de los combatientes y el reconocimiento de los derechos fundamentales de las víctimas: verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.

En ese marco, y bajo esa noble, pero infructuosa intención, se instituyó la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) como un mecanismo de justicia transicional. Este alto tribunal está integrado por 18 magistrados titulares y seis suplentes, distribuidos en tres salas: Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad, Definición de Situaciones Jurídicas y Amnistía o Indulto. Su finalidad primordial era asegurar una justicia restaurativa que pusiera en el centro a las víctimas del conflicto.

No obstante, tras siete años de funcionamiento desde su apertura el 15 de marzo de 2018, el balance dista de los objetivos iniciales. En la práctica, la JEP ha privilegiado la concesión de beneficios jurídicos a los excombatientes bajo el amparo de la denominada “contribución a la verdad”, relegando el eje de reparación integral a las víctimas. Este proceder ha debilitado la confianza en la jurisdicción. Peor aún, ha generado escenarios de revictimización al someter a quienes sufrieron secuestros, desapariciones y demás violaciones graves de derechos humanos a procesos que priorizan la narrativa de los victimarios.

Es igualmente necesario advertir que las sanciones propias de la JEP —alternativas y no privativas de la libertad—, concebidas para favorecer la reintegración de los excombatientes, han terminado por evidenciar un trato desigual. Mientras los integrantes de grupos armados ilegales acceden a medidas restaurativas, los miembros de la fuerza pública se enfrentan con frecuencia a sanciones ordinarias de mayor severidad. Ese panorama evidencia que la JEP parece más un tribunal que busca la responsabilidad de los militares y policías, que uno propio de un proceso de postconflicto. Surge así un debate de fondo sobre el principio de igualdad ante la ley y la coherencia de un modelo de justicia transicional, cuyos verdaderos destinatarios parecen escapar de las consecuencias de sus actos y de la anhelada reparación a las víctimas.

El resultado para ellas sigue siendo desalentador. Mientras los victimarios transitan con privilegios por los pasillos del Congreso, las víctimas no han recibido una reparación efectiva, ni mucho menos el tribunal de la JEP les ha otorgado la centralidad prometida en el Acuerdo. La paradoja es evidente: antiguos secuestrados constatan que quienes atentaron contra su libertad no han pasado un solo día en un establecimiento carcelario, como si lo hicieron con ellos. Hoy, además, pagamos con nuestros impuestos sus esquemas de seguridad y los privilegios suscritos desde La Habana hasta el Teatro Colón.

Más grave aún, la dinámica advertida desconoce los mandatos de la Ley 2272 de 2022 (Ley de Paz Total), cuyo espíritu busca garantizar la prevalencia de los derechos de las víctimas por encima de los de sus victimarios, combatiendo la impunidad y consolidando un marco de justicia transicional genuinamente equilibrado.

En este escenario, resulta imperativo recordar que el Estado colombiano tiene una obligación internacional frente al Sistema Interamericano de Derechos Humanos y al derecho internacional humanitario: la prioridad es garantizar que la justicia sea efectiva y la reparación integral. Esto no se trata de un favor, sino de un mandato vinculante que compromete la responsabilidad internacional del país en caso de incumplimiento. La impunidad estructural que hoy se evidencia en la JEP no solo vulnera a las víctimas, sino que proyecta un mensaje peligroso: en Colombia, el delito puede quedar sin sanción si se negocia bajo el ropaje de la paz.

La paz verdadera exige sacrificios, pero no puede cimentarse en la claudicación de los principios básicos de justicia. Sin reparación real, sin sanciones proporcionales y sin un compromiso auténtico con las víctimas, la justicia transicional corre el riesgo de convertirse en un simple mecanismo de legitimación política para los victimarios. Colombia no puede permitirse una paz construida sobre la indiferencia frente al dolor de quienes cargan con las huellas del conflicto; una paz sin víctimas en el centro no es paz, es una simulación jurídica que prolonga la impunidad y posterga la verdadera justicia y la verdadera paz para la nación.