La reforma tributaria que el Gobierno ha presentado no es un ajuste técnico ni un ejercicio de equidad fiscal: es un golpe integral a la economía de los ciudadanos y a la estructura productiva del país. Su diseño no distingue entre sectores estratégicos y actividades esenciales, ni entre quienes tienen capacidad real de contribuir más y quienes apenas sostienen su estabilidad financiera. Es un proyecto que, cuando no afecta de manera directa, lo hace de forma indirecta, encareciendo bienes y servicios que forman parte de la vida cotidiana.
Uno de los ejemplos más claros es el tratamiento que se propone para los combustibles. La reforma no solo elevaría gradualmente el IVA sobre la gasolina y el ACPM hasta alcanzar la tarifa plena del 19 %, sino que además ampliaría la base gravable para incluir el margen minorista, es decir, lo que cobra la estación de servicio. El resultado sería un encarecimiento acumulado del combustible, que se traslada al transporte, la logística y el precio de los bienes básicos. No es una medida aislada: es una cadena de impacto que terminaría golpeando el bolsillo de todos.
La inclusión de las cuotas de administración en propiedad horizontal de uso comercial o mixto dentro del hecho generador del IVA encarecería la operación de locales, oficinas y centros comerciales, trasladando el costo a precios y servicios. La eliminación de la tarifa reducida para vehículos híbridos contradice los compromisos ambientales y encarece la transición hacia tecnologías limpias.
El incremento de la tarifa del impuesto al consumo para licores, vinos y aperitivos, sumado a la modificación del esquema para cerveza y bebidas mezcladas, afectaría tanto a productores como a consumidores, reduciendo márgenes y elevando precios. La subida de la tarifa de renta para entidades financieras al 50 % y la imposición de puntos adicionales para empresas de hidrocarburos y minería pueden parecer medidas dirigidas a sectores de alta rentabilidad, pero en la práctica se trasladarían a tasas de interés, comisiones y costos de energía. El impacto sería generalizado.
En el ámbito de las personas naturales, la reforma endurece la tributación de los tramos medios y altos, incrementa la retención en la fuente y reduce beneficios. Esto debilita la liquidez mensual de asalariados y profesionales, y limita su capacidad de ahorro y consumo. La retención sobre dividendos pagados a no residentes pasaría del 20 % al 30 %, enviando una señal negativa a la inversión extranjera. El impuesto al patrimonio bajaría drásticamente su umbral a 40.000 UVT y elevaría tarifas, alcanzando patrimonios familiares que no son grandes fortunas improductivas, sino activos que producen y generan empleo.
La reforma, además, crea un nuevo impuesto a las transacciones de inmuebles desde 150 salarios mínimos, encareciendo la compra de vivienda y otros bienes raíces. Aunque se presenta como una medida focalizada, su efecto sería generalizado en el mercado inmobiliario. La contribución de vigilancia al INVIMA impondría un costo adicional a productores de alimentos, medicamentos y otros productos esenciales, que inevitablemente se trasladaría al consumidor. La derogatoria de la exención de IVA y arancel para importaciones de bajo valor eliminaría la posibilidad de compras internacionales pequeñas sin recargo, afectando a millones de consumidores que hoy usan plataformas globales como TEMU, Shein o Amazon.
Y ni hablar de la normalización tributaria al 15 %. Una idea que abre la puerta a regularizar activos omitidos sin sanciones, con el riesgo de legitimar capitales de origen dudoso.
En conjunto, estas disposiciones configuran un esquema de recaudo que no prioriza la eficiencia ni la progresividad, sino la urgencia de exprimir al contribuyente. No hay sector que quede al margen: se grava el consumo, la inversión, el ahorro, la movilidad, la vivienda, el ocio y hasta las compras menores. El resultado es un aumento generalizado del costo de vida y una presión adicional sobre la actividad productiva en un contexto de desaceleración económica.
Hoy el Congreso, que en buena hora ha dado muestras de altura e independencia, tiene la responsabilidad de evaluar no solo el impacto fiscal proyectado, sino el efecto real sobre la competitividad, el empleo y el bienestar de la población. Aprobar esta reforma sería aceptar un modelo de tributación que erosiona la confianza, castiga la formalidad y reduce la capacidad de crecimiento del país. Es momento de rechazar un proyecto que, lejos de ser un instrumento de justicia tributaria, se convierte en un obstáculo para el desarrollo y en un trancazo contra la ciudadanía.