El 7 de junio ocurrió el atentado contra Miguel Uribe Turbay. El senador falleció dos meses después, el 11 de agosto. El magnicidio de un precandidato presidencial puso a la sociedad frente a sus peores fantasmas, evocando temores y la aprehensión de volver a la época del terrorismo sin control. Se le llamaba “Estado fallido”. El homicidio de un candidato era noticia frecuente; el secuestro de un ciudadano, un hecho casi rutinario.
Tal vez el Estado colombiano no sea fallido hoy, pero la paz prometida en el acuerdo de 2016 no se ha cumplido, ni total ni parcialmente. La justicia transicional no está pensada para reinsertar narcotraficantes a la vida política, así proclamen ser “guerrilleros revolucionarios”. En consecuencia, el país es más inseguro desde entonces. El asesinato de un senador, que podría haber llegado a presidente, revela la magnitud de dicha inseguridad. El propio presidente Petro reconoció que el esquema de protección de Uribe Turbay había “disminuido extrañamente” el día del atentado, y que solicitaría por ello una investigación al Consejo de Seguridad.
Dicha situación había sido advertida por la familia. Ya en 2023 la Unidad Nacional de Protección calificó al senador con “riesgo extraordinario”, pero en 2024 no tuvo en cuenta que era candidato a la presidencia y, por lo tanto, se le debía reforzar aún más sus condiciones de seguridad. La familia argumenta una omisión, dado que también había solicitado incrementar la seguridad del senador en reiteradas oportunidades.
La desprotección de un senador atenta contra la integridad de todo un poder del Estado: el Legislativo. Obviamente, existe una cadena de responsabilidades específicas, burocráticas si se quiere, acerca de la “disminución extraña” de dicha protección, pero la responsabilidad política de última instancia siempre recae en el gobierno, sobre todo en el presidencialismo, en el cual, el jefe de Gobierno es también el jefe de Estado. El presidente habla como si estuviera en la oposición o, peor aún, fuera de las instituciones del Estado. De eso trata el “divorcio”.
En julio, apenas semanas después del atentado contra el senador Uribe Turbay, Colombia y Venezuela firmaron un memorando de entendimiento para crear una “Zona Económica Especial Binacional” en la frontera entre el departamento de Norte de Santander, en Colombia, y los estados venezolanos de Táchira y Zulia. Maduro declaró que aspira a que se amplíe. Ello comprendería toda la frontera, por demás porosa y con baja presencia estatal, propicia para el accionar del crimen organizado y los flujos financieros ilícitos, lo cual fortalecería a las economías criminales.
Asimismo, el departamento de Norte de Santander incluye el Catatumbo, un territorio con la segunda mayor concentración de cultivos de coca del país y donde la guerrilla del ELN opera a voluntad. Una región rica en petróleo, carbón y uranio, su ubicación estratégica la convierte en un hub de las rutas de cocaína. A mediados de enero de 2025 estalló un conflicto entre disidentes de las FARC y guerrilleros del ELN por el control de las mismas. En esos combates murieron más de 56 personas y fueron desplazadas más de 54.000.
Ambos grupos cuentan, a su vez, con la protección del régimen de Maduro. Son subcontratistas del Cartel de los Soles, según documentó el Departamento de Justicia de Estados Unidos en marzo de 2020 y el Departamento de Estado en julio de 2025. Dentro de Venezuela compiten por el control de las rutas de la cocaína y por el acceso a valiosos recursos en el Arco Minero del Orinoco.
En este contexto, la opacidad y el déficit de legitimidad de dicho acuerdo binacional, la consolidación de un sistema criminal en la frontera, con soberanías parciales controladas por bandas transnacionales y con el beneplácito del régimen de Maduro, representan una erosión de la soberanía estatal colombiana. Ello también pone en riesgo la certificación, pues implica un importante foco de contagio autoritario y desestabilización para Colombia y el resto de la región. Representa un daño colateral, lo que debilita la alianza estratégica con Estados Unidos justo cuando Washington aumenta la presión sobre la dictadura venezolana.
El 21 de agosto pasado, un atentado con explosivos contra una base militar en Cali y el derribo con drones de un helicóptero de la policía, en Antioquia, dejaron al menos 19 personas muertas y varias decenas de heridos. Las autoridades atribuyeron ambos hechos a dos fracciones disidentes de las FARC: el “Estado Mayor Central” y el “Estado Mayor de Bloques y Frentes”, respectivamente.
Antes formaban parte de una misma estructura, pero dichos grupos se dividieron en 2024. Desde entonces, el gobierno está enfrentado con el EMC. Tras conocerse los ataques, Petro pidió que las disidencias de Iván Mordisco —es decir, el EMC— fueran consideradas “terroristas y perseguidas en cualquier lugar del planeta”. Es así desde el fracaso de las negociaciones en marzo de 2024.
Sin embargo, dicho tratamiento contrasta con el del EMBF, con cuyo liderazgo, alias Calarcá, el gobierno se reunió el viernes 22 en el municipio de San Vicente del Caguán, en Caquetá. La reunión estaba agendada desde antes, “para negociar la paz”. Realizarla, no obstante, el ataque, y al día siguiente del mismo, revela inconsistencias para con los diferentes grupos terroristas. Asimismo, constituye un agravio para los policías asesinados, sus familias y toda la comunidad antioqueña.
Estos tres episodios arrojan luz sobre el gobierno de Gustavo Petro y su divorcio del Estado. Todo Estado tiene por objetivo la creación y reproducción de un orden. Esto depende de su capacidad de monopolizar el uso de la violencia legítima, para controlar el territorio; de su eficacia en definir y hacer cumplir derechos de propiedad, a efectos de reducir el riesgo del inversor, y de ahí su facultad de recaudar impuestos, para poder financiar al Estado mismo. Si el ciclo se retroalimenta, se hace virtuoso.
Se llama soberanía. Todos los Estados están obligados a cumplir las funciones enumeradas; las diferencias entre ellos radican en los grados de efectividad con que lo logran y en los mecanismos e instrumentos que usan a tal efecto. Eventualmente, ello incluirá el uso de la fuerza para el mantenimiento del orden público y la protección de la ciudadanía, ya sea ante amenazas externas o internas.
Estado y gobierno son mutuamente necesarios y dependientes. No son sinónimos, pero no se concibe al uno sin el otro. Cuando el Estado actúa, lo hace por cuenta del gobierno. Cuando el gobierno habla, es la voz del Estado. Un gobierno es fuerte en tanto sepa administrar con eficacia las instituciones del Estado. El problema es que, tanto en acciones concretas como en gestos, el gobierno de Petro ha desprotegido al Estado, debilitando con ello a su propio gobierno.
Tómese la decisión de exonerar 52 generales en el sexto día de su gobierno, los 30.000 uniformados que abandonaron el servicio, 27.000 de ellos de manera voluntaria, y la merma presupuestaria. Esto fue erosionando la moral y reduciendo la capacidad operativa de la fuerza pública, con la consiguiente reducción de la seguridad en los territorios. Los ataques terroristas recientes en Cali y Antioquia lo ejemplifican.
Pues la seguridad es un bien público y es socialmente redistributiva. A diferencia de los grupos de altos ingresos, que la compran en el mercado, los sectores de menores ingresos no pueden acceder a la seguridad privada. Así es como los más humildes son las principales víctimas de la criminalidad. No tener seguridad les impide ir a trabajar, a estudiar, a cuidar a un familiar enfermo. Un presidente, que además se considera progresista, no puede descuidar esa obligación del Estado.
Pero en Petro, lo gestual también debilita al Estado. Sus frecuentes referencias a “libertad o muerte” y “guerra a muerte” son incomprensibles. En realidad, evocan menos a Bolívar que a los métodos políticos violentos, su pasado antisistema y a aquel Estado fallido.
¿Además, contra quién sería esa guerra a muerte hoy? El jefe de Estado es él mismo.