“19 de diciembre de 2009: la fecha en que me derrotó la tristeza. Ese día llamaron para avisarme que mis amigos Manuel Moya y Graciano Blandón, auténticos líderes chocoanos del Medio y Bajo Atrato, además del hijo de Graciano, Yahir, no aparecían. Horas después me confirmaron su muerte. Había conocido su historia cinco años atrás, cuando yo era directora de Asuntos Internacionales de la Fiscalía. Sabía de sus luchas, las estigmatizaciones que habían recibido por parte de las organizaciones de izquierda que dicen ayudar a la gente en el Bajo Atrato, en Chocó, en el Pacífico olvidado, y que en los últimos años solo le han abonado terreno a la guerrilla.

Una guerrilla que desplazó a comienzos de este siglo a más de 10.000 familias. Manuel y Graciano temían por su vida. Ya Manuel había pagado cárcel al oponerse a la injusticia. Las amenazas los cercaban y, para rematar, el 18 de diciembre de 2009, el día en que los bandidos de las Farc los citaron para asesinarlos, llegó la notificación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos negándoles las medidas provisionales. Se las negaban precisamente a estos dos hombres humildes, perseguidos, amenazados por la guerrilla, por el simple hecho de reclamar lo que les correspondía: su libertad y sus tierras, que les fueron arrebatadas ilegalmente por las Farc. Cuando me enteré, me derrumbé. Fue la primera vez que mis hijos vieron mis lágrimas.

Conocí a Manuel en un evento realizado en 2006. Plinio Apuleyo Mendoza, uno de los escritores más coherentes y subestimados por la crítica de izquierda, me invitó a un foro llamado ‘La guerra que no se libra’, donde nos reunimos personas que defendíamos a la fuerza pública y que, ya para entonces, veíamos cómo la combinación de las formas de lucha terminaba dándoles ventajas a la extrema izquierda y a las guerrillas, que distorsionaban la realidad de los sucesos en las regiones violentas de Colombia.

Los asistentes al foro eran militares retirados, algún miembro de la inteligencia, civiles interesados en política que no pertenecían a ninguna ONG. Plinio, el mismo amigo íntimo de García Márquez, el que lo acompañó en un viaje a los países de la antigua y demencial ‘cortina de hierro’ y lo vio descomponerse cuando verificaba con sus propios ojos que la pobreza en Polonia, en Hungría y en la misma Rusia era la prueba misma de que el comunismo que tanto pregonaba no funcionaba. Plinio después se convirtió en un faro moral y, entre sus hazañas intelectuales, están grandes y controversiales obras, como esa novela titulada Entre dos aguas, dedicada al coronel Germán Nicolás Pataquiva, quien enfrentó al ELN con tenacidad y el respaldo de la gente en San Vicente del Chucurí, el pueblo donde murió el cura Camilo Torres. Hasta allá llegaron los ideólogos de la barbarie disfrazada de paz a endilgarle 1.500 muertos, cuando no eran más que la perversa imaginación de las ONG de los curas marxistas. Gracias a la invitación que me hizo Plinio a ese foro, conocí gente que quería saber la verdad sobre crímenes que supuestamente había cometido el Estado, pero tras los cuales estaban las guerrillas (...).

Una víctima de ese tipo de Estados fue Alejandro Peña Esclusa, a quien la vida me permitió conocer en medio del activismo por la guerra que no se libra, pero que se siente en cada país que ha sido penetrado por el socialismo del siglo XXI. Este ingeniero mecánico, que decidió entrar a la política movido por su amor a Venezuela, fue candidato presidencial en 1999 y el primero en denunciar con claridad los vínculos ideológicos y estratégicos entre Hugo Chávez y el dictador cubano Fidel Castro. Pero su mayor aporte fue haber sido el primero en advertir sobre la existencia y los planes del Foro de São Paulo: una plataforma de articulación entre partidos de izquierda, movimientos radicales y grupos armados que hoy explican buena parte de la tragedia latinoamericana (...).

El libro Yo soy Cabal fue publicado por Intermedio Editores.

Lo que Peña Esclusa denunció como una conspiración política internacional, y Alexis López describió como una guerra de desgaste cultural, ha tomado forma concreta en nuestros países. Con métodos distintos, pero con la misma lógica de fondo: la disolución del orden. Chile y Colombia, antes ejemplo de equilibrio democrático, han sido convertidos en campos de experimentación del socialismo del siglo XXI. En mi ensayo La democracia en peligro, retomo ese hilo: no estamos ante gobiernos ineficientes, sino ante un proyecto internacional de demolición institucional, cuya génesis ideológica –como bien lo vio Peña Esclusa– se tejió a espaldas de los pueblos, pero con efectos devastadores. Volviendo a mis amigos chocoanos, conocerlos ese día en el evento de Plinio cambió mi vida. Manuel Moya y Graciano Blandón eran líderes amados por sus comunidades. Ambos fueron víctimas del desplazamiento masivo de 1997. Sin embargo, la ONG Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, dirigida por el sacerdote Javier Giraldo, se dedicó durante años a publicar una supuesta relación entre ellos y los paramilitares. Una relación que nunca existió.

Giraldo, protegido siempre por la comunidad jesuita, al igual que Francisco de Roux, ha sido uno de los alfiles más visibles de la avanzada comunista en Colombia. Tanto él como De Roux han mostrado afinidad con los postulados del ELN, una guerrilla que durante décadas ha sembrado terror en nombre de la revolución. No es casualidad que buena parte del discurso antiestatal, disfrazado de defensa de derechos humanos, haya sido promovido desde espacios controlados por los jesuitas.

Desde universidades como la Javeriana hasta ONG como el Cinep han convertido estos escenarios en trincheras ideológicas para legitimar narrativas que atacan al Estado, desacreditan a nuestras Fuerzas Militares y exculpan a los grupos armados ilegales. Lo hacen con sotana y con apariencia académica, pero el propósito es claro: imponer una visión radical que justifica la violencia de izquierda y debilita nuestras instituciones. Lo más grave es que se amparan en la autoridad moral de la Iglesia para encubrir sus verdaderas motivaciones.

María Fernanda Cabal. | Foto: Samantha Chávez

Colombia ha sido un país marcado por la violencia, con breves remansos de paz, es cierto, pero los partidos tradicionales cargan con la responsabilidad histórica de una violencia inenarrable. Las guerrillas también han sido protagonistas de esta tragedia: han desplazado comunidades enteras, despojado tierras, asesinado líderes y desaparecido inocentes. Han arrasado con todo, especialmente en las regiones más olvidadas del país. Así como pasó en el Bajo Atrato, también sucedió en otros lugares de la Colombia rural como Puerto Asís, la despensa del Amazonas, imponente, maravillosa, pero a la que los continuos ataques de las Farc terminaron convirtiendo en ruinas.

La guerrilla ha sido un cáncer para este país. A la familia de Manuel la empobrecieron y la destruyeron económicamente, como a tantas otras familias negras del Pacífico. Las ONG terminaron desfigurando la verdad. Ha sido tanto el odio de la mayoría de la población contra la ONG de Giraldo que la apodaban ‘justicia y plomo’. Esta organización reclutaba falsos líderes y los llevaba a contar ‘sus verdades’ a distintas embajadas fuera del país para recaudar recursos y dejar mal parado al gobierno de Colombia. Y así fueron tejiendo el bordado de la infamia. Siempre han recibido donaciones contando sus mentiras. Manuel Moya, Graciano Blandón, su hijo Yair y otro líder de Cacarica, Adán Quinto, también desplazado y quien otrora había trabajado con la ONG, ayudaron a desenmascararlos a un costo muy alto”.