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Francisco Antonio Zea nació en Medellín en 1955. Foto: Sergio Rodríguez.

Bogotá

¡Somos la cultura de la basura!

Desde hace dos décadas Francisco Antonio Zea, autodenominado el reverendísimo señor Ron Antonio de Jesús Cafasus Torres de Restrepo y Zea, habita y dirige El museo de la basura en el barrio La Soledad, pese a las continuas quejas y agresiones de sus vecinos. Crónica de una visita.

Sergio Rodríguez
3 de agosto de 2016

Desde una ventana cuadriculada, Antonio ve la calle con sus dos árboles y la mugre que acapara todo. Suena el teléfono y contesta: “¿Ya? Ya subo”. Se levanta, apaga las luces. El computador queda prendido. Toma la copa, su Santo Grial, con fuerza. Tiene que bajar y no puede dejar a la suerte su trago y menos con tantos tropiezos. Negativos mal pegados en el techo, collares, mangueras, algunas de las esculturas que hace de basura, cajas y botellas de wiski, todo brilla con una luz amarilla y el aire se apelmaza creando las sombras que dibujan el Kandinsky en el que dice vivir.

Tiene que aferrarse al vaso, no puede caerse. “Si lo tumba lo mato”, acostumbra decir cuando alguien pasa cerca a la botella. Decenas de cajas y botellas de Sir Edward’s -la gallardía no puede dejarse de lado- se ven por toda la casa. Un wiski barato con grandilocuente nombre, destello de genialidad chibcha. Lo toma con café, jugo y agua. A toda hora.

Sale de su casa y golpea en la puerta del lado. Sube a un segundo piso y saluda a su mamá, doña Teresa. “Ella me posa como la Maja desnuda”, dice Antonio. Se sientan a la mesa y almuerzan. “¿Quiere que la despeine, mamá?”, le pregunta y sobre esas canas de doña Teresa la mano de Antonio pasa rápida y cariñosa.

Su casa es el Museo de la Basura, que a dos cuadras del Consejo de Bogotá, en una esquina, interrumpe con la normalidad del barrio La Soledad. Al lado de la puerta se alza un negro racimo de zapatos, botas y botines. En el suelo, restos de lápidas. Sobre los jardines: tubos, restos de inodoros, una que otra pantalla de computador, un televisor que sentencioso dice: “incitar al consumo irracional en beneficio de los grupos económicos es un crimen contra la naturaleza”. En la puerta hay un certificado que reconoce sus buenas prácticas ambientales.

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Francisco Antonio Zea Restrepo Campuzano Echeverri es su nombre. Tan largo como el nudo de rastas de su barba, que dice le llega a los testículos. Bueno, era su nombre. Murió en Envigado, comienza diciendo, lo remataron en Cartagena y reencarnó en el reverendísimo señor Ron Antonio de Jesús Cafasus Torres de Restrepo y Zea, autoproclamado como fruto exótico del universo, rey, emperador vitalicio y dictador permanente de la República Súper Independiente del Basurero.

‘Toñito’ pide que lo llamen, “si le queda muy largo el otro” dice. Antonio, como prefiero llamarlo, nació el 13 de junio de 1955 en Medellín. Su acento fuerte y refinado se mezcla con improperios que son mentados una y otra vez. No tiene la voz áspera, pese a que a diario se toma su botella de Sir Edward’s. Es más bien ronca y melodiosa, como de culebrero letrado. No se le escapan referencias y anécdotas al hablar.

Antonio es barrigón, tiene una camiseta gris que no sabe hace cuánto no cambia. Lleva más de 35 años sin comprar ropa. Sobre la camiseta, un saco color vino avinagrado. Tiene manos pálidas y a la luz, amarillosas; dedos gordos, piernas gordas, brazos gordos y grandes cachetes que se desprenden en una barba descuidada y canosa que se confunde con ese cabello enredado que ya poco le crece y que deja paso a una calva cupular. Usa gafas, pero se las pone al revés sobre su rojiza nariz, tan común entre los buenos borrachos.

De joven estudió Administración de empresas en la noche en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, por allá en los setenta, hasta que le “supo a mierda”.

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Su museo es pedagogía de choque. “Usted entra y dice: qué mierdero tan hijueputa y sabe qué le digo yo: mírese papito. El mierdero tan triple hijueputa es usted, o sea, la gonorrea es usted. Usted es el consumista. Usted es el nano puñalador, usted con sus pequeños hábitos de consumo no hace sino darle puñaladas al planeta”.

En el techo hay papeles pegados y negativos de cine mal puestos, que algunos estudiantes, como una suerte de presente, terminaron dejando allí. De las paredes nacen blancos racimos de bombillos, helechos de latas de cervezas, manglares de tablas viejas, musgo de resorte y sucias guirnaldas. La luz se abre paso y se posa blanca sobre bolsas y pedazos de papel que cuelgan del techo, sobre canastas, cajas, pedazos de sillas y mesas, tablas de camas, colchonetas roídas, herraduras oxidadas. Pausa. Hay que respirar, pero la humedad y ese hedor ácido de la madera mojada se mezcla con la aspereza del polvo que tímidamente vuela. Huele a mugre revuelta y a guardado, como dicen las mamás.

Son muchos los curiosos que entran y conversan con Antonio. Una vez, recuerda Ariadna, quien conoce a Antonio desde hace 15 años y de quien fue pareja por un tiempo, un grupo de estudiantes entró, como todos, intrigados por el aspecto de la casa y el rumor del ‘loco’ que vive dentro. Una de las muchachas se estaba comiendo un paquete de papas mientras Antonio los atosigaba con su discurso. Al terminar de comer, la estudiante lo desocupó y alisó. Esperó a que la visita concluyera y armada de valor le dijo, vea le dejo esto como regalo. Antonio, molesto, le dijo que lo guardara, que se lo llevara como suvenir, que lo pegara en la pared de su habitación bien enmarcado, y que se fuera.


A la izquierda, la entrada del museo. Foto: Sergio Rodríguez.

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En 1977, jarto de la doctrina neoliberal, increpado por las obligaciones que impone trabajar y estudiar, colgarse de un bus y repetir eso cada día, decidió dejarlo todo. Abandonó la universidad y se marchó sin rumbo por el mundo. Sin haberlo planeado llegó a París. El barco en el que viajaba atracó allí y le quedó gustando. En París vio la oportunidad de estudiar bellas artes en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de la Sorbona, cuando la educación era subsidiada por el Estado francés.

En busca de tiempo y espacio para pintar, se fue a vivir con unos okupas. Puso su estudio en hangares y talleres abandonados del siglo XIX. “Teníamos unas rumbas las hijueputas allá. Había que internacionalizar el pipí”. En esos grandes espacios empezó a recoger cosas que encontraba en la calle. Primero por utilidad, para remplazar algo que ‘debía’ comprar, y después sin importar su funcionalidad. Llegó a recoger tanta que ya no podía pintar y decidió colgarla en las paredes. Le maravillaba la textura, las luces y las sombras que veía y que aún hoy ve colarse en medio de la basura. “Eso es pura abstracción. Yo no veo un brasier, un tubo o latas de cervezas: veo colores, texturas, formas”.

En 1983 aún era un estudiante de bellas artes en la Sorbona, sin trabajo fijo. No le interesaba trabajar pues si se dedicaba a llevar la vida de un francés normal se iba a volver un pintor mediocre, dice cuando recuerda esos años. Pero tampoco gastaba mucho. Dice que fue uno de los primeros en implementar la bicicleta para moverse en la ciudad. A veces hacía de modelo para algunas clases, pero era un tío suyo quien le ayudaba económicamente desde Colombia, hasta ese año.

Resulta que un amigo escultor había comprado un formulario de inscripción para participar en el Gran Premio de Monte-Carlo. Al no poder participar, se lo regaló a Antonio, quien envió seis fotos de tres obras y, antes de conocer el resultado, regresó a Colombia. Al llegar se enteró de que había sido seleccionado como finalista y que debía enviar uno de los cuadros a Europa. Uno solo, que precisamente había vendido hacía poco. Lo pinta de nuevo y unas semanas después se encontraba, con un frac barato y de segunda, recibiendo el premio de manos del príncipe Rainero: un diploma y 600 francos. “Salí perdiendo, mi tío dejó de enviarme plata”.  

La última vez que expuso fue en ArtBo, en 2008. En cuatro años no había cogido un pincel. No puede, por una catarata. Y no parece estar interesado en hacerlo, por estar dedicado a la historia. De unos meses para acá ha vuelto a pintar y ahora trabaja en una serie de cuadros titulada ‘Las ratas del desierto’, en honor a una operación del ejército estadounidense en Irak.

Son dos lienzos enormes que están a medio camino. Un rojo desolador cubre todo el fondo: el cielo que brilla en polución. En la parte inferior de las telas, pequeños cubos. Grises y negros. Unos al lado de otros, en filas y columnas, vislumbran tanques que se van formando y completan la composición, que aún sin terminar anticipa el desconsuelo y desespero.


La fachada del museo, ubicado en la calle 39 #26a-7. Foto: Sergio Rodríguez. 

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Frente a la silla desde la que Antonio habla se ven dos botellas, una de wiski y otra llena de agua. Destapa la primera, sirve un poco y termina de llenar el vaso con agua. Se moja los labios y con la mano que le queda libre aprieta los botones de un control remoto. Enciende el viejo televisor que tiene al otro lado de la habitación, que usualmente utiliza para escuchar blues y ver canales de historia. Reproduce un video de su último proyecto, una instalación titulada ‘La Telaraña del Túnel Espacio-Temporal’.

Es esto lo que lo aleja de la pintura: una gran investigación histórica desde los albores del universo hasta el año 2000 a.C., el centro de la gran telaraña. La piensa pintar en un parque y por eso pasó su proyecto a la Alcaldía Menor de Teusaquillo buscando que le den el permiso para comenzar, para poder mostrarlo, para después llevarlo a colegios, dice. Por proximidad espera hacerlo en el Simón Bolívar o en el parque de Los Novios. “No pido recursos, ni mierda, simplemente un permiso para pintar en el piso de un parque”.

Antonio no tiene problemas económicos, no gasta mucho y con las ventas de sus obras vive, además de tener dinero invertido en préstamos. Se jacta de gastar menos de un metro cúbico de agua bimensualmente. No paga más de sesenta mil pesos de luz. Solo gasta en comida y en wiski. Tiene un computador viejo, de esos de pantallas grandes y pesadas, y otro de fichas de papel que él mismo inventó y armó con cajas de cigarrillos. Allí tiene registro de sus avances con la Telaraña y una lista de lo que tiene que hacer, como pagar impuestos y servicios. También las repúblicas superindependientes pagan impuestos.

Apaga el televisor y sigue bebiendo. Antonio antes tomaba aguardiente, ron y vodka, y vino cuando estaba en París. Con nadie comparte un trago. La normalidad para él no existe. El museo lleva 20 años abierto y él 25 en esa casa. Ha visto pasar cientos de extranjeros, turistas incautos y apresurados, estudiantes, periodistas, incluso la revista National Geographic lo visitó hace unos años para incluirlo en uno de sus documentales por ser un ‘trasgresor’. Antonio es un personaje pintoresco, de ideas curiosas y palabras fuertes.

Ve la vida como un encuentro lúdico de átomos, “eso no es más que materialismo dialéctico puro”. Cree en la felicidad, pues los sicarios son felices matando. Sabe que es un sofisma, como la libertad o la democracia. La ve como el momento en el que convergen circunstancias que dejan tranquilidad y dan placer, pero “usted cómo va a ser feliz si le ponen una puta bomba o si le queman la casa”, porque se la han quemado tres veces.

Se ve a sí mismo como un rebelde, un desadaptado, “yo no me le como cuento a esta mierda, a nadie le bajo el sombrero, hijueputa”. Lanza groserías a todos y a todo. Sabe que el problema es el ser humano y su mediocridad, que a la gente le guste la vida fácil. No se detiene en formalismos, su atuendo no le incomoda o importa; con esas mismas prendas roídas pasa por inmigración cuando sale del país, sin pavonearse.

“Paso como exótico, me creen extranjero en los aeropuertos. Claro, este hijueputa cómo hace para estar así y con la frescura con la que camino yo, la propiedad, huevón. Parezco el dueño del aeropuerto” dice y se ríe a carcajadas entrecortadas, resopla y se toma otro wiski.

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Se despierta y a tientas busca la copa, arqueando el brazo dibuja una curva perezosa que termina en esos labios enmarcados por un bigote descuidado de una barba aún más descuidada. Se pone de pie y trasteando ese gordo trasero va al baño. Eso es lo que lo levanta cada mañana. Una malparida orinada.