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Todos somos mentirosos
Con una serie de experimentos, el psicólogo Dan Ariely demuestra en su documental '(Dis)Honesty: The Truth About Lies' que nuestra capacidad para mentir no solo es una propiedad humana, sino que además empeora con el tiempo.
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Seguramente pensará que, en general, usted es una persona honesta. Claro, ha mentido alguna vez cuando la profesora le preguntó que si había hecho la tarea y (probablemente no la hizo, pero) dijo que sí. Sin embargo, aparte de esas nimiedades jamás se llamaría deshonesto a usted mismo a menos de que haya, no sé, ayudado a cubrir un asesinato, o puesto en su hoja de vida que tiene más títulos de los que en realidad tiene. En su totalidad, usted no es un mentiroso. ¿La verdad? Sí lo es, todos lo somos.
Desde pequeños nos nutrieron la idea de que mentir es malo. Y, sin embargo, no podemos contenernos de decir unas mentiras de vez en cuando. Incluso empezamos a hacerlo desde el momento en que nos están enseñando simultáneamente que no se debe hacer. Hasta podríamos pensar que las mismas personas que nos lo enseñan son en sí mentirosas. Pareciera, entonces, que la mentira está inevitablemente arraigada a nuestra naturaleza. Hay una explicación de por qué sucede esto –de por qué mentimos aunque sepamos que está mal– y tiene que ver con el hecho de que mentir no es necesariamente algo malo.
Dan Ariely, un psicólogo que se concentra en la economía conductual (campo de la psicología que estudia el comportamiento de individuos al tomar decisiones que involucran la economía), explica en su documental (Dis)Honesty, disponible en Netflix, qué es la mentira en su sentido más básico y primitivo. Resulta que, para él, la mentira no es un ejemplo de la irracionalidad humana, sino una manifestación de lo contrario: de la racionalidad humana.
En el documental, una serie de personas dan su testimonio sobre su experiencia con la mentira. A la mayoría, prácticamente, la vida se les dañó. Joe Papp, uno de ellos, explica cómo el dopaje arruinó su carrera de ciclista. De entrada pareciera que se merece esa penalización. Pero la justificación de Papp, su racionalización, es casi impecable: “todo el mundo lo estaba haciendo”. Por supuesto, esa es de las justificaciones más vacías y usadas. Pero entender el punto de vista de Papp en esa situación no es difícil, pues en sus ojos el hecho de que “todo el mundo lo estuviera haciendo” volvía un poco más legítima su deshonestidad.
Tali Sharot, una neurocientífica cognitiva, manifiesta que todo puede empezar cuando racionalizamos la mentira desde pequeños por una buena causa. La primera vez que mentimos “hay una respuesta enorme en la región de las emociones, como la amígdala y la ínsula”, dice. Mientras aumenta la cantidad de mentiras que una persona ha dicho, a pesar de que sean todas del mismo grado, la respuesta en esas regiones del cerebro ya no es tan alta. Esto sucede por un principio básico del cerebro: se adapta. Codifica las cosas con respecto al punto de inicio. Es decir que luego de un tiempo de mentir, la sensación negativa que causa disminuye, lo que nos permite ser deshonestos a un mayor nivel.
Para agregarle a la angustia que genera saber esto, Ariely encontró, al hacer sus experimentos de economía conductual, que la cantidad de mentirosos profundos es infinitamente menor a la cantidad de mentirosos de menor grado. Seguro esto le suena reconfortante, como si fuera motivo de orgullo para la sociedad. Pues resulta que esa cantidad tan grande de mentirosos de menor grado causa un daño mucho mayor al de los mentirosos grandes.
El psicólogo dirigió un experimento en el que un grupo de personas debía resolver en cinco minutos una serie de ejercicios que generalmente no se puede resolver en ese lapso de tiempo. Al final de la prueba, los participantes debían contar la cantidad de ejercicios que lograron completar y luego debían meter la hoja de examen dentro de una trituradora de papel. Ariely los engañó porque, luego de preguntarles a los participantes el número de preguntas que completaron, sacó los papeles de la trituradora que nunca realmente destrozó las hojas, y vio que los participantes decían haber completado más problemas de los que en realidad habían completado. Al finalizar la tarea, los participantes obtenían seis dólares y se iban. Este experimento lo hizo con unas 40.000 personas y descubrió que los grandes tramposos le costaron alrededor de cuatrocientos dólares. ¿Cuánto le costaron los tramposos de menor grado? Alrededor de 50.000 dólares.
Ahora, nada de lo anterior sugiere que deberíamos todos convertirnos en unos grandes tramposos. Al contrario, sugiere que debemos bajarle a esa imperceptible deshonestidad, pues resulta que en conjunto es excesivamente perceptible.
Sí, con el tiempo tenemos una mayor capacidad para mentir pero decir mentiras, sencillamente, es una de nuestras propiedades. Como dice Ariely, “mentir no se trata de ser un mal ser humano, sino de ser un ser humano”. Para el psicólogo, simplemente debemos intentar, aunque sea, mantener nuestra fibra moral, que reside en nuestras creencias más arraigadas. Pues es posible que ser consciente de esto nos vuelva capaz de reducir la deshonestidad.