Media caja de sobres del Panini trae 50 sobres con 250 `monas´. | Foto: Getty Images / Gabriel Rossi

CULTURA

¿Cuál es su estrategia para llenar el álbum Panini?

Alejandra López González recuerda el ritual que tenía con su padre para llenar el álbum y todo lo que hizo por conseguir la última ´mona´.

Alejandra y Carlos Augusto López González*
1 de enero de 2018

En mi casa el álbum Panini es sinónimo de papá. Fue él quien nos inculcó a mis dos hermanos y a mí el ritual de llenarlo en cada mundial. Soy la mayor de los tres y la primera copa del mundo que recuerdo es la de México 86. A mi hermana y a mí nos regalaron un Pique al que se le daba cuerda y caminaba.

Mi papá aparecía con el álbum y una caja de laminitas y anunciaba, con gran solemnidad, que había llegado la hora de hacerlo. Anotaba cosas en un papel, separaba unas láminas de otras y todo aquello era tan serio que mi hermana y yo nos aburríamos. Hasta que llegaba la hora de pegar y ahí empezaba la diversión.

Las repetidas las llevábamos al colegio para cambiarlas. Pero estudiábamos con monjas. En Popayán. Y en el colegio nos enseñaban a cantar, a hablar francés, a tejer con agujas de crochet, pero no se hablaba del Panini. Al final siempre era mi papá el que lo llenaba.

Y así mundial tras mundial, hasta que en 1990 nació mi hermano Carlos Augusto y mi hermana y yo quedamos relegadas a pegar las laminitas fáciles. Porque las difíciles eran de ellos. Al preguntarle a Carlos por sus memorias del Panini esto fue lo que recordó:

“Ese fue uno de los rituales que marcó mi infancia y me unió a mi papá con solidez basáltica. Pienso en Panini y lo primero que viene a mi mente es el olor”. Solía venir con el periódico del domingo, uno o dos meses antes del mundial. Recuerdo ir a la tienda y comprar un sobre con cinco ‘monas’. Uno lo palpaba para ver si había una lámina más gruesa que invitara a pensar que ahí venía una difícil como la copa o la mascota, porque su grosor era mayor. El paquete había que abrirlo con cuidado para no doblar los bordes.

La estrategia era comprar media caja de sobres que traía 50, o sea 250 monas. Ahí hacíamos la lista con los números que faltaban. Lista en papel cuadriculado con el que se envolvía el mazo de láminas repetidas y se remataba con un caucho.

Con ese tótem uno iba a cambiar con los amigos y en última instancia con los vendedores que no cambiaban uno a uno, sino tres a uno. Ese ritual de ir a un lugar y hacer un intercambio inmediato, vivir esa seudoplegaria que dice: ‘La tengo, la tengo, la tengo, ¡NO la tengo!’, es una de las pocas cosas que perduran y no se pueden hacer de forma virtual.

Hay un día que no olvido. Del 98. Mi papá llegaba del trabajo a las siete de la noche. Se quitaba el saco, la corbata y el pantalón y los colgaba en el espaldar de la silla del estudio. Esa vez me pidió que le llevara un lapicero que tenía en el bolsillo derecho del saco. Cuando metí la mano encontré cinco sobres. Al terminar de pegar las monas, me pidió que por favor le llevara el pañuelo que estaba en el bolsillo del pantalón y encontré otros cinco sobres. Y así con los cuatro bolsillos. Ese día terminamos tardísimo de pegar.

Había una regla inquebrantable que solo mi papá y yo cumplíamos burlándonos de los otros papás y los otros niños que dañaban el álbum por falta de pericia. Era simple: las hojas solo se pasaban de derecha a izquierda. Nunca al contrario para no estropearlo.

Una vez abiertos los sobres se sacaban las láminas y se organizaban en orden creciente antes de pegarlas. El álbum hasta ese momento no se podía tocar. Ya ordenadas, se abría y en las primeras páginas aparecían todas las sedes de todos los mundiales y los campeones. Y entonces mi papá empezaba a pegar y me enseñaba cómo lograr que no quedaran torcidas. Luego me dejaba hacerlo mientras revisábamos estadísticas: cuántos jugadores de Senegal había en la liga inglesa, los más altos, los más pesados, el más viejo y el más joven.

No podía empezar el mundial con el álbum vacío porque si una duda te atacaba en la mitad de un partido, no podías consultar el álbum y correr el riesgo de no encontrar a ese equipo completo. Entonces era el momento de ir a comprarlas porque había unas láminas que no las cambiaban así llevaras 100 millones repetidas. Cuando por fin lo llenábamos era euforia pura.

Hoy, después de tantos años, sigo mirando de vez en cuando los álbumes, los equipos y los jugadores. Durante el mundial de 2006 pasó un señor vendiendo antigüedades por la calle y lo llamé para ver qué tenía. Empezó a sacar cosas de un morral, como cacerolas y en el fondo se veía un librito todo cascado y sucio. ¡Era el álbum del 86 lleno! Se lo compré con la plata de los recreos del colegio. Ese álbum todavía está en la casa.

*Alejandra es periodista y escritora; Carlos, ingeniero civil.