Sin las incitaciones de lo público el amor se avinagra, dice el poeta Eduardo Escobar. | Foto: Istock

OPINIÓN

El poeta Eduardo Escobar confiesa cómo ha vivido el amor confinado en su casa

¿Qué ocurre con este sentimiento ahora que no podemos salir y pasamos las 24 horas del día encerrados? Aquí la experiencia de un literato.

Eduardo Escobar*
26 de abril de 2020

Lo que le da valor a la música es la variedad de los intervalos; los espacios entre las palabras la salvan del galimatías, y las casas necesitan los vanos, el vacío entre las paredes y las ventanas y las puertas, porque de otra manera serían impenetrables y ciegas, inmunes a las vueltas del viento. Las mieles de la vida privada se avinagran sin el contraste del afuera, sin las incitaciones de lo público. A veces es bueno imaginar que estás lejos. Y la hipótesis de tu ausencia te enriquece y me parece que te veo mejor que ahora cuando estás tan presente. Tus ojos de almíbar que adoro, tus hombros blancos y tus magras rodillas, y los halos de tus perfumes corporales.

Somos dos animales condenados a rodearse. En esta pequeña casa que soñamos como un sueño de libertad y en la cual hoy no tenemos más remedio que tropezarnos en los tránsitos, que coincidir en la cocina. Y nos disputamos el control del televisor. Eso no quiere decir que no te ame. Ni que deba parodiar el “me gustas cuando callas porque estás como ausente” de Neruda.

Pero los poetas mienten siempre: hay callares de callares. Hay el mutismo de la calma después del coito que se parece tanto a la misericordia. Y el del rencor que puercoespiniza a los amantes celosos. Y hay el callar que usan esas parejas raras que aprendieron a compartir los silencios y se aman sin mirarse, porque ambos saben cómo han llegado a parecerse. Sí. Igual que tus padres. No tienes que decírmelo en caso de que me estés siguiendo el pensamiento como a veces me pasa por desgracia, en este recodo de nuestra existencia que ya se alarga como el bostezo del perezoso. 

Yo no sabía –hasta vivir la experiencia de este encierro obligado, por la simple razón de que no tenemos a dónde ir– cómo pueden pesar estos silencios que a veces lastramos con el ensimismamiento del teléfono en la mano. Y sin embargo, este es el estado que más nos conviene hoy, este día del año 20 del siglo. O a dónde irías tú sin mí. A dónde iría yo entonces, cuando ya casi es mayo.

Ahora mientras escucho el ir y venir de tus pies descalzos sobre la alfombra desgastada sé cómo te amo. Y sé que quisiera amarte eternamente, pero no soy eterno. Y sé de veras también que el verdadero amor se da cuando aún nos soportan, aunque ya no nos quieran. Lo otro es el fruto de la resignación que amustia y que después de secarnos los pétalos del alma nos chupa los tuétanos del esqueleto. Estas calles vacías bajo los balcones de la colmena de la propiedad horizontal. Esta inmovilidad urbana. La ciudad inutilizada. Qué cosa más insípida puede ser este mundo, ¿no crees? Pero no me estás oyendo.

Has venido a tenderte en el sofá detrás de mí con un libro de Cortázar. Una mosca revolotea entre los pliegues de la cortina. Es obvio que no estás leyendo porque tienes el libro al revés. Es obvio que solo quieres fisgonear en lo que estoy escribiendo para SEMANA mientras la ciudad abajo calla mortalmente asediada por los microorganismos. Y el cielo está más limpio porque todos hemos guardado nuestros automóviles hasta nueva orden. Y no hay casi buses ni rojos ni azules. Y hace días que dejaron de pasar los aviones sobre la terraza aturdiendo tus orquídeas.

Tal vez si hubiéramos tenido un hijo podríamos ser unos fantasmas distintos. Quizás habríamos debido comprar esa mascota que quisiste una vez y que al fin no adoptamos. A propósito, los periódicos virtuales dijeron esta mañana que los pájaros silvestres habían vuelto a las jardineras de los balcones, y dicen que se han visto zorros deambulando por los antejardines y patos chapoteando en los charcos de los parqueaderos. Pero los amantes de la naturaleza perderán el entusiasmo ante el retorno de la misma a sus derechos, cuando empiecen a salir sardinas por la llave del lavamanos. O despierten una mañana para encontrar a su amada abrazada a un oso andino con garrapatas. Yo no sé qué haría si me pasara. Pero es difícil encontrar un oso para ti en un octavo piso. 

El libro de Cortázar salta de tu mano desnuda de anillos a tu regazo desabotonado. Eso quiere decir que te has quedado dormida. Y yo supongo con tristeza que debes estar igual de harta que yo con esta situación, metidos en un sistema de cubos conectados por puertas de aglomerado. Tal vez nos hubiera convenido que tomaras clases de guitarra. Me gustaría que cantaras ahora. Mientras tecleo en el computador una nota sobre el amor en tiempos de la cuarentena, y una copa de vino de anoche perfuma con un resto olvidado, donde una cucaracha bocarriba agoniza agitando las oscuras patas desalentadas.

Más tarde, cuando despiertes, Dios y el Diablo estén de acuerdo, deberíamos jugar una partida de cartas con esa baraja de lino desgastado que era de mi abuela la ludópata, de quien te contaba anoche por enésima vez, en estos días ciegos, que se jugó las vacas de su marido. Para que no tengamos que seguir contándonos mentiras o falsos recuerdos, cuando se nos acabaron hace tantas tardes las historias que importan y en la inmovilidad decretada no hemos tenido tiempo de colectar otras. O quizás juguemos mejor al ajedrez, que es mucho más silencioso, ese juego cuyas fichas principales son un par de reinas volubles y dos reyes cuya gota les impide desplazarse con soltura. 

Un automóvil está a punto de entrar por la puerta eléctrica de un garaje al otro lado de la calle, hace sonar la bocina mientras desciende la rampa, y me suena a milagro, a fiesta. Añoro el alboroto de las calles. Ansío la fecha cuando recomience el desorden, con sus eclipses de ti y la felicidad de reencontrarte. Ojalá el mundo reanude pronto la marcha y se borren los espantos del aislamiento, y vuelvan a ser permitidos los besos y los abrazos con los con los amigos convertidos ahora en el coco.

Pero tú sabes cómo te amo a pesar de todo, mientras esperamos el día de zafarnos de las cadenas de lo privado, para retomar nuestros roles sociales, el movimiento de la comunidad con todos sus sinsabores, pero también tan estimulante y tan llena de encantos indiscretos. Pero lo que más temo es que terminemos por olvidar nuestros nombres si seguimos así de cerca.

*Poeta y escritor.

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