Guaqueros en las minas de Muzo en 1992. | Foto: Lope Medina

INDUSTRIA CON MEMORIA

La 'enguacada' por la que todo comenzó

El libro ‘La Guerra Verde’ cuenta la historia del enfrentamiento entre esmeralderos. Su autor recordó para SEMANA los detalles de un suceso poco conocido que desencadenó los más cruentos conflictos en torno a estas piedras preciosas.

Pedro Claver Téllez*
5 de septiembre de 2017

En marzo de 1961, Juvencio Morales, un campesino que se encontraba de cacería, descubrió a la entrada de una cueva seis relucientes esmeraldas. Corrió al rancho y se las mostró a su hijo Aristides, quien sugirió hacerlas examinar de una persona experta y honrada. Concluyeron que el indicado era el cura dominico Damián Barajas, párroco de San Martín, el pueblo más cercano, a cuatro horas de camino.

Barajas tenía fama de ser un experto conocedor de la calidad y el precio de las esmeraldas, y poseía todos los instrumentos para una evaluación exacta y justa. Se suponía que nadie debía dudar de su honradez, puesto que era un sacerdote, pero corrían chismes de que el curita estaba poseído por la codicia y era un tramposo y un timador que se amparaba en la sotana.

Aristides se puso en camino hacia San Martín y llegó a la población ya bien entrada la tarde. Se dirigió a la casa cural, golpeó y el párroco Barajas salió a recibirlo. Le mostró las gemas que llevaba envueltas en un pañuelo, el padre las examinó y casi grita al descubrir que eran esmeraldas finas y valiosas de aluvión. Pero se contuvo. Le dijo que eran bonitas, pero no muy finas y le preguntó cuánto pedía por ellas.

–Yo no sé de precios –dijo Aristides–. Su reverencia dirá.

–Siendo justos, unos 20.000 pesos.

–Lo que su reverencia diga está bien.

Le entregó el dinero y le dijo que si descubría más piedras como esas, él se las compraría. Aristides, emocionado, se dirigió a la cantina. Estaba repleta de parroquianos. Se emborrachó y le buscó conversación a otro cliente que estaba ahí. Se llamaba Joselín Suárez y trabajaba en la ‘cuerda’ de Pablo Emilio Orjuela, el ‘plantero’ más acaudalado y jefe civil de la zona minera. El primer gran capo de las esmeraldas.

Aristides le contó todo lo que había sucedido. Suárez quedó estupefacto y le aconsejó no revelar el secreto a nadie con la condición de que él se pondría a su servicio inmediatamente y repartiría, honestamente, entre los tres, el producido de lo que encontraran. Así quedó convenido. Se tomaron otras cervezas y se fueron a dormir.

Al día siguiente se encaminaron al rancho de Juvencio Morales, padre de Aristides, quien se desempeñaba como mayordomo de la hacienda Peñas Blancas, en la vereda de Chavanes, en jurisdicción de San Martín, corregimiento del municipio de San Pablo de Borbur, en el occidente de Boyacá. El viejo saltó de la emoción al ver tanto dinero y, sin pensar en las consecuencias, los condujo sin tardanza al sitio del hallazgo. La cueva estaba ubicada en la parte baja de una depresión rocosa, en medio de un bosque tupido, cerca de una quebrada torrentosa. Excavaron con azadón y pala, seguros de encontrar, al menos, una piedra que justificara el sacrificio. Y ya bien entrada la tarde, cuando estaban a punto de darse por vencidos, se enguacaron.

El hallazgo era fabuloso. Se trataba de un pedazo de piedra, de más de una libra de peso, que tenía incrustadas siete prodigiosas esmeraldas que, a pesar de estar sucias, despedían destellos de verde fulgor. La lavaron en una quebrada y comprendieron que se habían hecho ricos. Joselín Suárez, veterano esmeraldero, pensaba que eran gemas nunca antes vistas en la región y que podían valer mucho dinero.

Y sugirió negociarlas con Pablo Emilio Orjuela que era, a su modo de ver, el único que podía pagar lo que valían. Padre e hijo se opusieron, aduciendo que se las habían prometido al cura Barajas, pero Suárez los convenció. Nadie se imaginaba lo que sobrevendría. A eso de las diez de la mañana, cuando Suárez y Aristides llegaron a San Martín, notaron que había un gran movimiento de gente y de bestias, como si fuera día de mercado. Vieron un grupo bastante numeroso frente a la casa cural y se encaminaron hacia allí para averiguar qué pasaba.

En 1987 el gobierno prohibió que las mujeres trabajen en labores subterráneas relacionadas con minería.

En 1987 el gobierno prohibió que las mujeres trabajen en labores subterráneas relacionadas con minería. Foto: Alejandro Acosta - Revista Dinero

Alguien les dijo que había rumores sobre el descubrimiento de una mina y que esperaban la salida del padre Barajas, primero, para comprobar si era cierto y, segundo, para pedirle que organizara, dirigiera y encabezara la expedición hasta el sitio del hallazgo. Era para ellos la persona más indicada para evitar la rapiña y el desorden, la única que sabía hacia dónde dirigirse y que podía convencer al hombre que dio con el filón.

Quedaron estupefactos y de pronto escucharon que el padre Barajas se dirigía a los parroquianos a través del altoparlante. Dijo, alborozado, dando gracias a Dios, que existía la posibilidad de encontrar un nuevo filón por los lados de Peñas Blancas, en la vereda de Chavanes, pero exigía a quienes desearan seguirlo una estricta disciplina y sometimiento a sus decisiones. No permitiría que se cometieran atropellos ni rapiña, en caso de enguacarse. Terminó diciendo que, si esto llegaba a suceder, como sucedería con la ayuda de Dios, todo el mundo tendría que someterse a sus normas escritas, que debían ser respaldadas con la firma, con el juramento y con la palabra de honor, so pena de ser excomulgados y castigados por la justicia civil. Más de 50 hombres hicieron fila, entonces, frente a la casa cural.

Suárez propuso, en vista de lo ocurrido y para evitar un mal mayor, separarse cada uno con una misión distinta. Aristides se adelantaría a la expedición con el fin de decirle a su padre que se ocultara y, en caso de ser encontrado, se negara a colaborar. Y que si era necesario los desviara en tanto que él iría en busca de Orjuela, no solo para venderle las esmeraldas sino para recabar su apoyo técnico y económico, que era a su parecer la única manera de impedir que el codicioso curita se apoderara de la riqueza que a ellos les correspondía, sobre todo a Juvencio y a Aristides, que en justicia debían ser los primeros beneficiados.

Era tan clara y convincente la propuesta de Suárez que Aristides, apremiado, sin tiempo para pensarlo dos veces, emprendió el regreso a Peñas Blancas, olvidándose de las esmeraldas. Pero, un poco más adelante, se acordó de estas y reconoció que era una torpeza no tenerlas consigo. Se detuvo e intentó devolverse; sin embargo, comprendió que era inútil, pues Suárez ya le llevaba mucha ventaja y, por otra parte, no sabía qué camino había tomado y hacia dónde se dirigía.

Reemprendió la marcha con más bríos pidiéndole a Dios que Suárez no lo traicionara ni la comitiva del padre Barajas lo alcanzara, sin antes toparse con su papá para advertirlo. Comprendió que era más provechoso para ellos mantener el secreto de la mina y alzarse con buena parte de su riqueza que tener que compartirla o correr el riesgo de quedarse sin nada. Todo podía suceder, ya que su padre no era el dueño de la tierra donde estaba el yacimiento, sino el mayordomo de su patrón, José del Carmen Salinas, ahora radicado en Pauna (Boyacá).

Era de noche cuando Suárez llegó a Quípama y se dirigió derecho a la casa de Pablo Emilio Orjuela. Este no estaba solo. Lo acompañaban Isauro Murcia, Parmenio Molina, Francisco Vargas y Virgilio Ávila, las cabezas visibles de sus familias e importantes comerciantes y planteros, sin duda el grupo mejor organizado y dotado, técnica y económicamente. Todos quedaron asombrados, no solo por la belleza y la calidad de las gemas que Suárez les ofrecía y que Orjuela adquirió por 100.000 pesos, sino por las posibilidades de que ese hallazgo fuera la muestra de una veta fenomenal. Y, por insinuación de Orjuela, se organizó una comitiva en busca del filón.

*Cronista.