Jonathan Martínez abrió las puertas de su academia, Black BoysChocó, en 2018. | Foto: MARIO PEDRAZA

LIDERAZGO JUVENIL

La pierna herida del bailarín Jonathan Martínez, el líder de los Black Boys

Tiene 28 años. Tez negra. Y en su academia de danza, fundada en Quibdó, Chocó, les brinda formación y oportunidades a cerca de 200 jóvenes de la ciudad. Dos balas cambiaron su vida y lo llevaron por este camino.

Camilo González Posso*
13 de diciembre de 2019

Cada vez que Jonathan Martínez camina por las calles de su barrio, los niños se le pegan. “El profe, allá va el profe”, dicen, y se le van adhiriendo como si él estuviera regalando dinero o repartiendo tamales en una campaña electoral. Nada de eso. Lo único que ha venido prodigando a manos llenas para estos niños es la fe en el futuro. Y en una de las comunidades más pobres de la ciudad de Quibdó, es decir, una de las más pobres de Colombia, la fe en el futuro lo es todo.

Jonathan usa el pelo en tiras enroscadas. Es ancho y alto, pero se mueve con rapidez y agilidad. Sus ojos se cargan de color amarillo cuando el sol les pega de frente y en la sombra se tornan verdosos. Siempre que habla, los pómulos se le enarcan con profundos dobleces de la piel. Ha cultivado una franca sonrisa para una mirada de hermano comprensivo con la que se ha ganado la confianza y el afecto de la gente.

Desde hace un tiempo este joven de raza negra de 28 años lidera una agrupación de bailarines con la que le ha hecho el quite a la pobreza. Se llama Black Boys Chocó, que hoy puede sumar más de 200 muchachos entre los 8 y 25 años. “El baile se lleva en las venas”, dice Jonathan. “Con el baile se expresan sentimientos de tristeza y alegría, con el baile usted se libera, expulsa el aburrimiento”.

El barrio de Jonathan se llama El Reposo y fue construido hace unos 20 años al norte de Quibdó. Está dividido en tres etapas, la última de las cuales fue bautizada Dos de Mayo porque tuvo como fin darles vivienda a los desplazados que dejó la masacre de Bojayá ocurrida esa fecha en 2002. Jonathan llegó con su familia a vivir en este lugar antes de cumplir 10 años. No había descubierto qué sentido le daría a su vida, aunque aprovechaba cualquier momento de desocupe para practicar el baile de un ritmo frenético y estridente conocido como ‘exótico’. También ensayaba champeta africana, champeta colombiana, salsa choque y zamba. A diferencia de sus compañeros de cuadra o del colegio, que jugaban fútbol o baloncesto de sol a sol, Jonathan solo encontraba diversión bailando.

A los 15 años, consciente de que su sueño era ser bailarín, entró a una academia llamada Mundo Exótico. Pero un año después, finalizado el ciclo de aprendizaje y graduado del colegio, tuvo que trabajar como ayudante en el mercado campesino. No se ganaba más de 5.000 pesos diarios, pero “yo lo hacía para no quedarme desocupado y evitar caer en las bandas armadas que ha habido acá en el barrio”.

Al cumplir 20 años Jonathan ya había desarrollado una sensibilidad particular por las carencias de los niños del vecindario. Los veía perdiendo el tiempo en las calles y con pocas perspectivas. Él sabía, además, que no iba a quedarse trabajando en el mercado por el resto de su vida y estaba convencido de que podía encontrar la manera de llevar a cabo un oficio ligado al baile. Entonces lo pensó: “Una academia como en la que yo estuve, un grupo para que estos muchachos hagan algo con la vida”.

‘¡Me dieron!’

Comenzó con cinco niños practicando una coreografía en las afueras de su casa y poniendo la música en el equipo de sonido de su mamá. Ella, pesimista con el plan de su hijo, le insistía que dejara esa pendejada, que se pusiera a trabajar. “Me decía que para qué me preocupaba por la vida de otros si nadie se preocupaba por la mía”. La tensión en su casa fue creciendo en la misma medida que el grupo de niños. “Ella no entendía. Me tocó irme de la casa”.

Con unos 20 niños bajo su cargo, Jonathan buscó un lugar para ensayar: la cancha del colegio, una casa abandonada, una terraza. Nada fijo ni bajo techo. Durante este tiempo, de los 20 a los 27 años, Jonathan se preparó como líder comunitario. En la Casa de la Juventud, que es una dependencia del gobierno local de Quibdó, se inscribió en cursos de liderazgo y convivencia, y se capacitó como instructor de baile. Fue un momento de inquietud porque apenas terminó el curso de instructor le resultó una oportunidad de trabajo como profesor en una academia. Pero no la aceptó. “Si he hecho todo esto –se dijo– es para tener mi propia academia”.

Foto: Más de 200 jóvenes, entre 8 y 25 años, han asistido a las clases de baile de Jonathan Martínez en Black Boys Chocó.

Luego, al grupo entraron dos jóvenes que desde ese momento se han convertido en sus compañeros como líderes: Luis Alberto Saucedo y Byron Palomeque. Entre los tres se repartieron las actividades organizativas. Eran días en que el grupo participaba en competencias que realizaba la misma Casa de la Juventud y si obtenían algún premio en dinero, lo compartían con los bailarines. “Diga usted que nos ganábamos 400.000 pesos”, explica Saucedo. “A cada bailarín le dábamos una parte para que pudiera comprar cosas para su casa”.

En ese momento se llamaban los Black Master, pero quisieron cambiar el nombre por uno que sonara más local. “Black, porque somos orgullosamente de raza negra”, aclara Jonathan. “Boys porque debía quedar claro que esto es para niños y jóvenes. Y Chocó porque es nuestra tierra. Entonces: Black Boys Chocó”.

A comienzos de 2018, el asunto de no tener un lugar bajo techo para ensayar ya era un problema; algunos niños estaban desistiendo agotados de soportar el sol. Y fue cuando ocurrió lo inesperado: en febrero, Jonathan fue invitado a protagonizar una película que un naciente director local estaba filmando en las calles de Quibdó con actores naturales. Se llamaba Ejércitos sin esperanza y trataba sobre la vida de los jóvenes que terminan como gatilleros de bandas armadas. Jonathan interpretaba al más bandido de todos. Filmando la escena de un asalto a un supermercado, simularon una balacera entre dos motos. Usaban pistolas de fogueo, que se ven y suenan como las que sí matan. Jonathan iba en la de atrás y cuando pasaron raudas por una calle de la zona bancaria de Quibdó, sintió dos jalonazos calientes que le encogían la rodilla izquierda. Se la miró. Le salía sangre por dos heridas de bala. “¡Me dieron!”, gritó asustado. “Me pegaron unos tiros en la pierna”. “Pero ¿cómo? Si estas pistolas no tienen balas”, dijo el compañero que manejaba la moto. Segundos antes, otro joven actor había sido herido de bala en un tobillo.

Aunque el director de la película había puesto en conocimiento de las autoridades el rodaje, ese día un escolta perteneciente a la Unidad Nacional de Protección quiso hacerse el héroe disparando a quienes él creyó bandidos. Por fortuna y su mala puntería, no los mató. La noticia del suceso salió en la prensa y fue conocida por un colombiano exitoso, instructor de baile en Miami, Beto Pérez, quien le envió a Jonathan una donación de dinero para que se recuperara y continuara con su academia. Más tarde, un especialista de una clínica privada en Bogotá le donó la cirugía. Con una parte del dinero, Jonathan costeó los viajes y la recuperación; con la otra, compró una casa en El Reposo para, finalmente, abrir la sede propia de los Black Boys Chocó. “No hay mal que por bien no venga”, dice entre resignado y divertido.

El interior de la sede está pintado en rojo y tiene dos espejos de media pared en los que se refleja la práctica de los bailarines. Jonathan pone la música desde su celular y el sonido sale al volumen que le den los parlantes –dos bocinas de 2.000 vatios de potencia–. Los vecinos ya están acostumbrados al estruendo por toda la cuadra, a los gritos alegres de las coreografías, a los ensayos de sus hijos hasta la hora que les toque.

Jonathan conoce a todos sus bailarines. Se da cuenta cuando alguno está acongojado e inundado en problemas. Él se le acerca, le habla, lo escucha y lo aconseja. Si está a su alcance, le ayuda con la solución. Recuerda que no hace mucho un niño se quería ir de la casa porque su mamá le pegaba todos los días. Jonathan terminó hablando con la señora varias veces, hasta que la hizo entrar en razón. Hoy ese niño llega contento a los ensayos y cuando no le alcanza la plata para pagar el pasaje de bus hasta la sede, el grupo le ayuda. “Ser líder es eso”, dice Jonathan, “ponerles la cara siempre a los problemas que uno puede ayudar a resolver”.

*Presidente del Instituto de estudios para el desarrollo y la paz (Indepaz)