La práctica de la composición nariñense refleja claros vestigios de mestizajes musicales. | Foto: Istock

HISTORIA

Mestiza y única, así suena la música nariñense

Son sonidos que vienen de las selvas, las montañas y el mar, que con los años han conformado una voz propia.

Luis Gabriel Mesa Martínez*
2 de octubre de 2017

Los sonidos del extremo sur de Colombia delatan tantos contrastes como sus paisajes y su gente. Entre sus aires andinos se escuchan ecos de bambuco con estribillos que fácilmente se acercan a los albazos ecuatorianos, mientras sus pueblos costeros mantienen vivas las tradiciones del currulao y otras danzas mestizas. Para los nariñenses, en general, asimilar una identidad desde lo regional y lo nacional genera disidencias que no solo dan cuenta de esa riqueza interna del departamento, sino que responden a su posición fronteriza y a una dualidad que paradójicamente oscila entre un sentido de pertenencia y uno de desarraigo en relación con el resto de Colombia.

Ya en fuentes decimonónicas de la literatura nacional era común encontrar pronunciamientos como los que hizo en 1867 José María Vergara, quien en un apartado publicado en el libro Musicología en Colombia: una introducción sostenía abiertamente que los linderos al suroccidente del país debían terminar en el Cauca: “El pastuso no se parece a ningún granadino en nada: acento, inclinaciones, comercio, vestido, costumbres, todo en él es ecuatoriano”. Si bien afirmaciones de esta índole desatarían profundas reflexiones sobre la identidad nacional, no resultarían precisamente en una renuncia de los nariñenses, sino más bien en la construcción y reivindicación de un sentido propio de ‘colombianidad’.

La música, desde sus cualidades estéticas y discursivas, representa en este caso un testimonio de ese lenguaje que conjuga elementos de ambas naciones, aunque no siempre desde la intención consciente de sus compositores. Pastusos como Luis Enrique Nieto, reconocido ampliamente por su bambuco Chambú, manifestaron abiertamente su patriotismo con posturas defensivas que fácilmente caían en la antiecuatorianidad, como cuando en su autobiografía inédita afirmó que “a pesar de encontrarnos a corta distancia de la vecina República del Ecuador, nuestra música no lleva el cautivo sello de la melancolía y monotonía”. Al igual que él, escritores de la región como Plinio Enríquez, de su misma generación, no dudaron en cuestionar las cualidades de aires ecuatorianos como el sanjuanito y el yaraví, argumentando que su “tristeza empedernida y monótona rebaja la masculinidad, haciéndonos pensar en la miseria de los vencidos”, según afirmó en la revista Ilustración Nariñense en 1931.

La riqueza de la diversidad

Lo que más llama la atención es que, lejos de esa búsqueda de un sonido nacional, la práctica de la composición nariñense revela claros vestigios de mestizajes musicales que no conocen fronteras. El mismo Nieto compuso obras como el fox incaico Grito de raza, cuyas escalas pentatónicas evocan un comportamiento melódico comúnmente utilizado en aires ecuatorianos. Ejemplos similares figuran en el catálogo de composiciones de Maruja Hinestrosa, pianista nariñense que sí fue partidaria de reconocer la influencia del país vecino en la música local, y que incluyó en su producción artística obras como Yaguarcocha, un sanjuanito para voz y piano inspirado en la laguna del mismo nombre ubicada en la provincia de Imbabura, Ecuador.

Sin ánimo de proponer una definición de música nariñense que se resuma en ese sincretismo colomboecuatoriano, lo que aquí se expone apunta más bien a un reconocimiento del diverso engranaje que históricamente ha nutrido a los artistas del departamento. Grandes salas de concierto, como el Teatro Javeriano o el Imperial de Pasto, marcaron desde los años treinta el debut de pianistas como Hinestrosa y de obras insignes como su pasillo Cafetero, mientras las calles de distintos municipios de Nariño escucharon las serenatas de Nieto y de la estudiantina que desde 1915 había dirigido bajo la denominación de Clavel Rojo.

Nariño se inspira en los murmullos y aromas que se extienden desde el piedemonte amazónico, ascienden al Galeras y se sumergen en el océano Pacífico. Es así como su música exhala distintos aires y sentires que, con el pasar de los años, han dibujado los rastros de una voz mestiza y propia, esa misma voz que hoy se traduce en carnavales y sonsureños, y que se construye entre cantares de selvas, mares y volcanes.

*Musicólogo.