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Capítulo del libro "En esas andaba cuando la vi" de Fernando Quiroz

19 de febrero de 2002

Como si tuviera algo qué hacer: me levanté sin darme el gusto de unos minutos de pereza, me arranqué una barba de cuatro días, me apliqué jabón incluso detrás de las orejas, me vestí sin mirar el televisor, bajé las escaleras porque sabía que a esa hora el ascensor era más lento que de costumbre, me despedí del portero del hotel sin formularle ninguna de mis preguntas inútiles de todos los días y caminé de prisa hasta la esquina. Como si tuviera algo qué hacer. Como si fuera para alguna parte. Como si alguien me esperara. Me detuve alarmado ante la alternativa de seguir por Tacuarí o tomar Rivadavia. Rivadavia hacia la plaza o Rivadavia hacia la avenida. Me angustié ante la necesidad de tomar una decisión. Me quedé en la esquina un buen rato, como si estuviera pegado al suelo. Como un poste. Como una señal de tránsito. Me quedé observando a la gente, estorbándoles el paso, sonriéndoles cuando me lanzaban una mirada de insulto. Mirándolos con desprecio cuando me hacían algún gesto de pesar. La gente comenzó a esquivarme, a tomar distancia, y entonces empecé a andar de nuevo. Busqué una estación de metro —cualquiera: creo que fue la estación Piedras— y me senté varias horas a ver llegar y salir los trenes. A ver subir y bajar la gente. No recuerdo qué hice después. Probablemente lo de casi todos los días: una milanesa, una botella de vino, una siesta.

—Buenos días, Morelli.
—Buen día, colombiano.
—¿Ha visto pasar a Gabriela?
—Colombiano, si supiera cómo es su Gabriela estaría pendiente de ella.
—Tranquilo, Morelli. Cuando la vea pasar va a saber que se trata de ella.

Todos los lunes pagaba el hotel. Esa mañana, mientras esperaba el cambio, tuve que preguntarle al hombre de la caja cuántos lunes llevaba. Y llevaba cuatro. Un mes mal contado. El hombre de la caja era el mismo portero, el mismo recepcionista, el mismo administrador, el mismo dueño. Trabajaba de día. Nunca supe desde qué hora, porque siempre estaba ahí, detrás del mostrador, cuando yo bajaba. Y siempre bajaba a una hora distinta, pero nunca bajaba temprano. Solíamos intercambiar algunas palabras: las mías, por lo general, en tono de pregunta, y las suyas con un amable tono de respuesta que nunca supe si era natural o formaba parte de un servicio por el que pagaba casi cincuenta dólares al día. Muchas veces le preguntaba sobre asuntos de los cuales conocía la respuesta. Era un protocolo estúpido, como casi todos los protocolos, pero no sé por qué razón lo necesitaba. Incluso en los días en los que no quería hablar con nadie, que era la mayoría, esperaba encontrarlo ahí, en el lugar de siempre, con la sonrisa lista, cuando abriera las dos puertas del ascensor.

Ese día estuve pensando si un mes era poco o era mucho. Por momentos me parecía poco: todavía no había descendido en todas las estaciones de la línea A del metro, que era mi preferida porque había conservado los trenes viejos con paredes de madera. Pero por momentos un mes me parecía mucho: ya había por lo menos media docena de personas que me reconocían, que me saludaban... muy pronto querrían saber de mi vida. Una cosa llevó a la otra, y terminé formulándome ese interrogante del que había estado huyendo: ¿hasta cuándo voy a estar en Buenos Aires? ¿Qué voy a hacer luego? Esa vez no logré escapar de la pregunta, pero en todo caso no me tomé el trabajo de buscar una respuesta.

Y aunque no había resuelto al fin si un mes era mucho o era poco, pensé que la única manera de no hacerme la misma pregunta todos los días era tomando la decisión de devolverme inmediatamente o quedarme por tiempo indefinido. Elegí la segunda opción, y para dejar constancia decidí negociar una tarifa especial con el hombre del hotel, con el compromiso de permanecer por lo menos un mes más. Prorrogable, por supuesto. Mi problema no era de dinero, pero en todo caso logré un descuento de cinco dólares por día y logré, sobre todo, alejar de mi cabeza por unas cuantas semanas la pregunta que había empezado a fastidiarme más de la cuenta. No quería pasarme la mitad del día pensando en eso y la otra mitad añorando a Gabriela. No quería que mi actividad cerebral se limitara a preocuparme y a recordar. Quería conjugar algún verbo en futuro.