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MUSICA

Colombia 'cantaora'

Dos cantadoras del litoral Atlántico y dos del Pacífico ofrecen una visión íntima y afectuosa del folclor negro femenino.

Juan Carlos Garay
20 de octubre de 2002

Cuando salio hace 10 años ese disco tan fogoso que es La candela viva, de Totó la Momposina, quizá ninguno de nosotros vislumbró su auténtico lugar en la historia. Aclamamos su mérito ("una colombiana graba con Peter Gabriel", decían los titulares) pero no supimos en principio que estábamos ante un disco tan vital. Hoy la verdad es diáfana: La candela viva es un clásico, el álbum de música afrocolombiana más importante de la década pasada.

Y como nadie quiere volver a ignorar una obra maestra, andamos ahora más despiertos. Por eso nos entusiasma tanto la reciente aparición del disco Cantaoras del grupo Alé Kumá: es fácil adivinar su destino porque tiene la misma madera de los clásicos. No se parece a Totó la Momposina ni a ninguna otra cosa que se haya hecho antes en el campo folclórico. Presenta las voces de cuatro mujeres -dos de la Costa Atlántica y dos de la Pacífica? con un acompañamiento de lo más original. Hay marímbula africana pero también hay contrabajo, hay un piano que agrega sutiles toques de jazz y tamboras colombianas que hacen latir más rápido el corazón. Todo es nuevo pero, a la vez, suena como si lo conociéramos de siempre.

Cantaoras nos muestra una riqueza musical casi virgen que yace en las costas. Nos descubre que más allá del vallenato, capaz de llenar plazas públicas, hay una serie de expresiones privadas, más confinadas al hogar y a lo femenino, como son los bullerengues, los pregones y los arrullos. Esa tradición oral la encarnan aquí cuatro 'cantaoras' estupendas, muy distintas entre sí.

Etelvina Maldonado es la más veterana y su canto el más rústico; sus canciones son de pocas pero suficientes palabras, como suelen ser los adagios más sabios; su voz es la que está más en contacto con el pasado.

Martina Camargo es la más alegre: casi al final del disco le escuchamos una risotada contagiosa y entonces se hace claro que todo lo que ella entona adquiere esa cualidad de la sonrisa. A Gloria Perea la hemos admirado siempre por su destreza técnica. A Benigna Solís recién la descubrimos y nos parece un ángel.

Ahora bien, no se trata de dejar intacta la tradición. Aquí hay un soporte instrumental que, sin ser irreverente, no tiene ningún problema en pasearse por otros lenguajes. Por ejemplo, en el solo de piano que se oye en el arrullo Meme neguito, aparece una frase idéntica a otra que compuso el músico de jazz Thelonious Monk. No está ahí por capricho intelectual ni por afán de hacer fusiones, está ahí porque la melodía llevó al piano hasta ese punto, es perfectamente natural.

De hecho, todo en este disco es natural. La cadencia de unos versos de la poetisa Carmelina Vizcarrondo encaja perfectamente entre los golpes de tambor de un bullerengue. La risa se permite y el lamento no se esconde. Los ritmos, que van de la guacherna a la chalupa y de la chalupa al berejú, se suceden como un viaje sin contratiempos.

En ese viaje van apareciendo escenas cotidianas de Chocó y Bolívar. Hay un canto al monte que se quema y otro a la pesca del sábalo, hay un lamento de esclavos e, incluso, una especie de villancico en el cual el Niño Dios es negro. Si hace 10 años La candela viva nos retrataba ese aspecto extrovertido de la cultura negra, Cantaoras es ahora la crónica de sus momentos más íntimos. Un nuevo clásico.