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El adiós de un dios

La pasada gira de conciertos de Eric Clapton estuvo acompañada del rumor de su retiro. Ahora aparece la grabación.

Juan Carlos Garay
17 de marzo de 2003

Para referirse a Eric Clapton hace falta encontrar un buen superlativo. Cuando tenía 20 años ya le decían "el dios de la guitarra". A los 35 declaró que prefería que lo llamaran simplemente "el mejor guitarrista del mundo". Ahora va a cumplir 58 y la prensa sigue sin escatimar títulos grandilocuentes. Hace poco en una revista norteamericana aparecía esta leyenda debajo de una foto suya: "Este es el hombre que reescribió la historia de la guitarra".

Claro está que por la mentada historia de la guitarra han pasado intérpretes nuevos, algunos más efectistas o más veloces o simplemente más saltimbanquis. Pero el hombre de las barbas y el gesto adusto a la hora de tocar sigue siendo referencia omnipresente. Clapton toca como si adentro suyo hubiera un torrente de emociones y él fuera la esclusa que va soltando cada nota con mesura. Eso hace que sus solos puedan prolongarse sin perder expresividad y que durante esos lapsos uno llegue a sentirse, de verdad, en el olimpo de las seis cuerdas.

La más reciente diablura de este dios se desenvolvió en dos etapas: primero hizo correr el rumor de su retiro y luego organizó una gira mundial de conciertos. Pensando que era tal vez el último chance de verlo la gente llenó estadios en Estados Unidos, Europa, Japón, Rusia y Oriente Medio. Clapton no ha oficializado aún su despedida pero lo que sus fanáticos presenciaron tenía las magnitudes olímpicas del adiós de un dios: un show supervisado por dos administradores, un productor general, dos técnicos de guitarras, dos afinadores de instrumentos, cuatro camarógrafos, cinco ingenieros de sonido y cinco de luces.

Si llega a ser cierto que el mítico guitarrista dedicará el resto de sus días a criar aves de corral y jugar dominó, entonces hay que entender el disco One more car, one more rider como el epílogo elegante de una carrera superlativa. Ni siquiera es un disco, hablando con rigor, sino un álbum doble que registra los 120 minutos del espectáculo con la mejor calidad de sonido que uno logre imaginarse.

Las primeras canciones las emprende Clapton con una guitarra acústica y nos hace recordar el ambiente íntimo de su disco unplugged (acaso la única vez que ofreció un concierto completo sin levantarse de su asiento). Las últimas las toca con su inseparable guitarra eléctrica Fender, así que nos despedimos con la imagen del hombre que le regaló al rock algunos de los solos más recordados de los años 60 y 70. Ahí están, una detrás de otra, Cocaine, Layla y Sunshine of your love. Clapton cierra los ojos, echa atrás la cabeza y toca su guitarra como si fuera una pistola espacial que en lugar de rayos láser dispara tonos puros.

Y una última observación: nadie cree en verdad que Eric Clapton esté para retirarse. Es cierto que sus canciones se han hecho más parsimoniosas, que le quedó gustando eso de tocar sentado y cantar suave, que anda feliz porque escribió un arreglo del clásico Over the Rainbow de 1939... pero un dios de las seis cuerdas no está obligado a brincar como un Rolling Stone en sus presentaciones. Puede adquirir sin temor la fisonomía de un inglés viejo.

La gente lo oye porque quiere oír una buena guitarra; y Clapton no se puede retirar porque siempre habrá una guitarra a la vuelta de la esquina, llamándolo como ninfa hambrienta: "Tócame con tu mano lenta". El camino no acaba todavía.