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¿En qué anda el 'jazz' colombiano?

Después de Antonio Arnedo una nueva generación marca los pasos actuales del 'jazz' nacional. Un panorama prometedor.

Juan Carlos Garay
24 de junio de 2002

El Festival de Jazz que acaba de terminar en Medellín estuvo soberbio. En tiempos en que la visita de artistas extranjeros se ha vuelto un lujo improbable, la Corporación Medellín de Jazz asumió la aventura, venció obstáculos y nos regaló una serie de conciertos con músicos de una talla internacional muy alta. Prejuicios no faltaron, pero hoy quedan como anécdotas: al bajista Steve Kirby le asustaba salir del hotel porque pensaba que lo iban a atracar hasta que alguien le hizo ver que, en este caso, la ventaja la llevaba el turista. Kirby mide más de dos metros y tiene una corpulencia semejante a la de Mike Tyson, lo cual asegura que el verdadero susto se lo llevarían nuestros enteleridos raponeros.

Al final, este Goliat del jazz se dejó seducir por una Medellín afable y distinta a la que le habían mostrado los noticieros, disfrutó de las magnánimas calorías de la bandeja paisa y declaró que se iba con tortícolis "de voltear a mirar tantas mujeres bellas". Pero más allá de estos reconocidos atractivos que tiene el país, los músicos extranjeros se llevaron una impresión muy favorable de nuestro jazz. La última noche del festival se reservó para un concierto del grupo antioqueño Puerto Candelaria, que de paso lanzaba su primer álbum. Fue la oportunidad de descubrir que hay una nueva generación de músicos colombianos que le apuestan a un lenguaje universal sin olvidar los acentos locales.

Es posible que ya empiece a hablarse de un movimiento joven del jazz colombiano y, sin duda, buena parte de la responsabilidad la tiene el saxofonista Antonio Arnedo. Los discos que grabó con el sello MTM demostraron que se puede combinar perfectamente el jazz con el folclor; pero lo más importante es que empezaron a labrar una cultura del jazz que incluye a músicos, oyentes, dueños de locales nocturnos, organizadores de conciertos y casas disqueras. "Arnedo es el punto de referencia, explica Juan Diego Valencia, de Puerto Candelaria. Nosotros representamos ahora una nueva generación que lo tiene a él como influencia pero que empieza a andar otros caminos".

Esa búsqueda los llevó a protagonizar, el año pasado, uno de los escándalos más sonados en el marco del Festival Mono Núñez. Tocaron un tema inspirado en la estructura del pasillo andino pero que, evidentemente, no era un pasillo. De inmediato un sector energúmeno del público empezó a gritar que los bajaran del escenario porque eso no era autóctono, y los muchachos tuvieron que interrumpir su presentación. Hoy la experiencia les ha dejado una sonrisa, la certeza de que el público del Mono Núñez no está aún preparado para este tipo de ensambles y, por parte de Valencia, una reflexión muy madura: "Yo amo la música colombiana pero no puedo expresarme como Garzón y Collazos".

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Sin embargo, en el disco de Puerto Candelaria, la música colombiana es una referencia constante. Hay ecos de porro, de merecumbé e incluso, en una nota de exquisita ironía, de esa ramplona salsa montañera que se conoce como 'chucuchucu'. El jazz es el lenguaje que les permite la libertad de divagar por todos esos géneros, es menos dogmático y por eso logra abarcarlos. Tal vez sea eso lo que garantiza su acogida entre las nuevas generaciones.

Un experimento similar es el del bajista bogotano Juan Sebastián Monsalve, en cuyo disco uno encuentra títulos como Bunde nebuloso y Currulao acurrucao. Las piezas surgieron por un interés de hacer algo vanguardista que, sin embargo, partiera de la tradición. Uno reconoce, en principio, los ritmos autóctonos, pero a medida que avanza la música se va explayando hacia otros terrenos, quizá mucho más abstractos. Si se quiere, este nuevo jazz colombiano se aleja de la sombra de Antonio Arnedo, se despide con pleitesía y se marcha en busca de otros faros.

Entre esas búsquedas más modernas hay dos ejemplos de extrema libertad y de improvisación fiera. Uno es el álbum del saxofonista caleño Francisco Dávila, que acaso ha grabado las piezas más extensas en la breve discografía del jazz colombiano (un promedio de nueve minutos por tema). Cuando le pregunté el porqué de esta decisión tan anticomercial me respondió que su búsqueda consiste en "marcar menos el ritmo, encontrar un tiempo que es natural". Y sin duda lo logra: el disco genera la impresión de estar escuchando una sola obra larga y justamente por eso es un trabajo en el que uno descubre cosas nuevas cada vez que vuelve a oírlo.

El otro ejemplo notable es el álbum Imágenes del Manuel Borda Trío. Al contrario de lo que sucede en el trabajo de Dávila, aquí los temas son raudos, como pequeños ejercicios en los que se ponen a prueba la creatividad y la resistencia física. Es un disco que exhala fuerza, está brillantemente producido por el pianista estadounidense Michael Cain y, sin duda, por esa orientación, llega a sentirse a la altura de lo que están haciendo los grupos de vanguardia en Nueva York.

Pero la escena del jazz colombiano no depende sólo de un puñado de músicos, sino también de un público lozano que ha venido creciendo. De los 8.000 asistentes al pasado concierto de Puerto Candelaria en Medellín, más de la mitad eran jóvenes que pudieron entrar gracias al democrático sistema de pedir una donación en vez de establecer un precio fijo de boletería. A sabiendas de que el jazz es, por definición, poco rentable, los dueños de locales han optado por estrategias altruistas con excelentes resultados para el circuito musical. Ya hay tres sitios para ir a escuchar jazz en el barrio bogotano La Macarena, por lo general con lleno total cada vez que se presentan grupos en vivo. Nadie se hace millonario, es cierto, pero todos nos estamos enriqueciendo.