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ENTRE COPA Y COPA

Richard Burton, un inimitable intérprete de Shakespeare, malogró su carrera entre el alcohol y tórridos romances.

10 de septiembre de 1984

Galés, como Dylan Thomas y casi tan alcohólico como el gran poeta que murió después de tomarse un rosario de whiskies dobles en un bar de Greenwich Village, Richard Burton tenía también el don de la elocuencia de tantos galeses e irlandeses. Para definir una persona no usaba dos sino cuatro o cinco adjetivos que parecían pintarla con milagrosa exactitud. Sybil, por ejemplo, su primera esposa era "dada a risillas, brillante y dulce, inocente y generosa". Por eso dejó plantada varias veces a Liz Taylor, cuando empezaron a salir.
Fue sensible e inimitable actor pero habría sido un gran escritor si sólo hubiera grabado los interminables monólogos, en los que hacía gala de su formidable memoria, al recitar buena parte de la poesía inglesa y todo Shakespeare. Pero también escribió con brillantez, como cuando encarnó a Winston Churchill para una serie de TV y redactó un demoledor y divertido artículo en el que el estadista británico queda como un pésimo escritor y como un ser falso y cruel, comparable en cierto modo a Hitler.
Una vida desperdiciada la suya, dijeron todos, por el alcohol, la vida tormentosa y el derroche. Su alcoholismo era suicida, su derroche vulgar lógico. A la mujer más bella y famosa del mundo, el hijo de un minero miserable no podía regalarle cualquier cosa. Le compraría el diamante más caro y se ufanaría de los precios de las joyas y de la ropa, del yate o del jet que había comprado para complacerla.
Era su forma de vengarse de su niñez. Era el penúltimo de trece hijos que vivían en una casucha sin agua. No conoció a su madre, que murio dando a luz al último de la prole. Su padre no tuvo el dinero para enterrarla y luego le pasó los dos últimos hijos a una hermana porque no podía mantenerlos. Philip Burton, un maestro, le enseñó a Richard a manejar el tenedor y el cuchillo y a hablar inglés sin el tosco acento que le daba el gaélico. Después había adoptado un vago acento de Oxford, que adquirió cuando estando con la Fuerza Aérea había atendido conferencias por estar estacionado cerca de la universidad. Era ridiculamente impensable, decía, que el hijo de un minero galés pudiera jamás estudiar en Oxford.
La Taylor lo volvió superestrella. Cuando los rumores sobre su romance empezaron, a principios de 1962, en Roma, donde estaban filmando "Cleopatra", Burton dijo que estaba felizmente casado y que esperaba seguir siempre así. Fue la primera de muchas declaraciones que con frecuencia desmentirían los hechos o las fotos tomadas por los paparazzi que los seguían para todos lados como una nube de moscas.
Cuando la Fox lo contrató para "Cleopatra" por un cuarto de millón de dólares por tres semanas, la mayor suma que había ganado, se vanaglorió porque le daban más que al famoso Rex Harrison. Este no sabía "pedir", el en cambio siempre exigía un par de cadillacs y el camerino más grande, "para impresionar". Y con la Taylor no pasaría nada, le dijo a sus amigos. La había conocido en casa de Stewart Granger cuando estaba embarazada y era una "ramerilla obesa". Un amigote le tomó el pelo y le dijo que de golpe la Taylor lo conquistaba porque él mismo afirmaba lo difícil que era para él hacerle el amor profesionalmente a una mujer que lo dejaba frío. Nada pasara en este caso, afirmó Burton: "Ella es oscura, oscura, yo creo que se afeita". Las carcajadas de sus amigos fueron el primer coro en el romance más publicitado del siglo, dos matrimonios y diez años y nueve meses ahogados en alcohol, puñetazos, insultos y desplantes comentados por el mundo entero con lujo de detalles.
Burton tenía enorme éxito con las mujeres y siempre conquistaba a sus actrices con cuentos de las "Mil y una noches", chistes verdes, poemas de Thomas o largas pero amenas disquisiciones sobre el teatro. Ante la complaciente mirada de la paciente Sybil, había salido con Jean Simmons, Claire Bloom y Susan Strasberg, y a Roma había viajado con Pat Tunder, una bella corista de 22 años.
El primer día de filmación, Richard no pudo contenerse. Liz había llegado acompañada por su marido, el cantante Eddie Fischer, sus tres hijos, su peluquera, su secretaria, su chofer y su modista. Al quedar sola, se le acercó Richard y le dijo en voz baja; "Amor, estás un tris pasada de kilos pero tienes una cara muy bonita". Liz sonrió y se sentó en las piernas de Eddie.
Burton empezó a salir con ellos. Eddie no tomaba sino Coca Cola y quería que Liz no fumara ni bebiera, pero Burton lo distraía y a escondidas le llenaba el vaso a Liz, estableciendo una complicidad etilica, que nunca dejarían de tener. Al poco tiempo, ella bebía más que él y le hacía cuarto cuando Richard se vomitaba en público o hacia el oso. A Eddie, Richard lo desinfló a punta de cuentos de mala leche como aquél en el que al levantarse de la cama para ir al baño por la noche le decía a Liz: "Guárdame el puesto, por favor"
Ya fluía la electricidad entre ellos y la pasión de Marco Antonio y Cleopatra era pálida al lado de la de sus intérpretes. Liz dijo que ella había estado como la bella durmiente hasta que había llegado el príncipe para despertarla (él sostenía que era más rana que príncipe) con besos, pero también echándole en cara sus kilos. Le fascinaba discutir con ella "salvo cuando está desnuda, porque lanza su cuerpo con un vigor incontenible", pero la admiraba por su modo casi instintivo de actuar en el cine. Tenía algo, decía él, que la hacía "la mayor estrella del mundo". Y la amaba con pasión insaciable. Era una de las tres mujeres que había conocido que sacaban del hombre lo mejor porque tenían "una pasión y un amor receptivos ".
Cuando Liz empezó a cambiar de imagen al filmar "¿Quién le teme a Virginia Woolf?" y ya no era una beldad sin igual sino una jamona soez, Burton la consolaba con diamantes y la llenaba con la vitalidad de su genio, que nunca fue reconocido con el premio que ansiaba tener, el Oscar, que se lo negaron a él por su gran actuación en esa película que parecía describir su vida privada con extraña exactitud. Ella recibió el Oscar por segunda vez, reforzando el descontento de Richard porque ella ganaba más, era más reconocida y figuraba en letras más grandes en las películas que hacían juntos.
Para un hombre de teatro, histriónico también en la vida, ese romance fue la mejor y más completa actuación, pero la intensidad de su existencia lo hacía más rico como actor. De ahí la fuerza de sus grandes interpretaciones, personajes llenos de fuerza pero con un lado débil escondido, el mismo que lo hacía encantador para las mujeres. Este se hallaba en su rostro viril pero marcado por el acné juvenil. Esa oculta impotencia, huella también de la niñez miserable, era el secreto de su encanto, como hombre y como actor. Para sus admiradores, él se ganó el Oscar más grande de todos, el de la vitalidad, la simpatía y el genio.