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Fernando Quiroz. Foto: Esteban Vega. | Foto: Esteban Vega

Entrevista

“Deberíamos tomarnos más en serio la muerte”: Fernando Quiroz

El escritor bogotano aborda el tema de la enfermedad y la muerte en su más reciente novela. La narración, en vez de ser apesadumbrada y triste, tiene momentos de humor y una interesante relación con la gastronomía.

13 de octubre de 2018

Las ideas para escribir una novela pueden provenir de experiencias tanto amargas como placenteras. En el caso de La última cena, sexta novela de Fernando Quiroz (1964), la idea surgió de un momento lleno de temor e incertidumbre. Mientras esperaba unos exámenes médicos sobre si tenía o no una enfermedad terminal, anotó reflexiones de todo tipo en torno a la muerte, que germinaron, años después, en esta novela de 202 páginas del sello Alfaguara.

Con un estilo reflexivo pero sumamente familiar, Quiroz construye un protagonista que, desde la primera página, se pregunta por cómo disfrutar y aprovechar el tiempo que le queda. Sorpresivamente, los lectores se encontrarán con un narrador que piensa en la muerte, al tiempo que planea banquetes y deliciosas recetas.

Esta reciente publicación se suma a novelas previas como Esto huele mal y Justos por pecadores. Además, Quiroz ha tenido un largo recorrido como periodista, crítico gastronómico (como algunos de sus colegas lo bautizaron) y es autor de una larga y detallada entrevista con el poeta y novelista Álvaro Mutis. Esto fue lo que el autor bogotano habló con SEMANA.

SEMANA: ¿Cómo nació la idea para escribir esta novela?

Fernando Quiroz: Esta novela sale de una reflexión obligada ante un diagnóstico que apuntaba a una enfermedad grave, una especie de cáncer, que había que confirmar y especificar con otros exámenes que demostraron que la primera prueba estaba errada. Fue una fortuna muy grande. Mientras esperé los resultados, durante dos o tres semanas, mi cabeza estuvo en otro modo. Aunque sabemos que vamos a morir, cuando a uno le dan una noticia como esta, cambia totalmente la perspectiva. A partir de las reflexiones de esos días, surgió la novela.

SEMANA: ‘Esto huele mal’ y ‘Justos por pecadores’, al igual que esta novela, tienen una extensión que apenas supera las 200 páginas. ¿Hay alguna razón para que sus novelas se mantengan en ese rango de páginas?

F.Q.: Ocurre inconscientemente. Por el contrario, la escritura de capítulos cortos, característica de todas mis novelas, sí es un acto consciente. Y esa es una herencia de mi trabajo periodístico, pues corresponde a la extensión de una columna de opinión o de un artículo de prensa. Me acostumbré a contar las cosas en pequeñas extensiones. Todas mis novelas son cortas, pero no es planeado y aun así me llevan mucho tiempo escribirlas.

SEMANA: ‘La última cena’ está narrada en primera persona, por una voz que es reflexiva, pero es familiar y muy cercana al lector. ¿Hablar de la muerte implica que haya cercanía entre narrador y lector?

F.Q.: De alguna manera, sí. Es una novela que sale de la reflexión, pero no quería que fuera un ensayo. Parte de lo que he hecho toda mi vida, al igual que en el trabajo periodístico, es decir en términos entendibles cuestiones que expertos dicen en forma compleja o enredada. Y eso ha sido una búsqueda en mi trabajo: creo en la literatura que busca la sencillez, que al mismo tiempo es la búsqueda de la belleza.

SEMANA: En la última parte de la novela, el narrador toma una decisión: narrar en pasado, pues es consciente de su muerte. ¿Qué tan importante es la forma como se narran los sucesos?

F.Q.: En este caso dejé que esas dudas salieran. Hay otros casos, como el del capítulo del "Brazalete negro", que habla de un partido entre Santa Fe y Millonarios dos o tres días después de que hubieran asesinado al hermano de Léider Calimenio Preciado, entonces la gran figura de Santa Fe. Dudé mucho de si dejarlo o no, porque pensé que saldría escrito con el hígado, pero aun así lo dejé.

SEMANA: En otras de sus novelas, ¿ha tenido dilemas parecidos a este?

F.Q.: Justos por pecadores, por ejemplo, es una novela que quise escribir hace casi 25 años. Pero esperé mucho tiempo porque quería contarla desde el gozo y esa era una historia que tenía unas bases reales muy dolorosas para mí. En los primeros intentos de escritura había una sensación de rabia y de malestar evidente y me dije que no era el momento de contarla. He tratado de no sentarme en los caminos cómodos que a veces uno encuentra en el oficio. Por eso, me gustaría pensar que a pesar de haber mantenido un estilo similar en todas mis novelas, cada una de ellas les abre la puerta a diferentes posibilidades narrativas.

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SEMANA: Hay una serie de capítulos dedicados a la muerte de personas que conoció el protagonista, titulados ‘Pequeñas historias de mis muertos’. ¿Esos capítulos estaban pensados desde el comienzo de la escritura o fueron surgiendo en el proceso creador?

F.Q.: En esos quince o veinte días entre un examen y otro, yo no empecé la escritura. Lo que hice fue tomar nota de muchas, muchas cosas: mi cabeza trabajaba a mil con esta novedad de la muerte. Reflexiones sueltas, recuerdos, dudas, temores y luego al organizarlas me di cuenta de que algunas de ellas pertenecían a una categoría diferente. Si bien eran recuerdos, pertenecían a una categoría de historias que no formaban parte de esa historia principal que se cuenta, pero quería que estuvieran ahí. Me pareció que podrían ser entretenidas o ilustrativas. Había muchas más en un listado inicial que fui decantando poco a poco.

SEMANA: El personaje no tiene nombre, pero es inevitable hacer ciertas relaciones autobiográficas con usted: también es periodista, conoció a Álvaro Mutis, critica fuertemente al Opus Dei. ¿Que el personaje no tenga nombre abre la puerta a posibles juegos autobiográficos?

F.Q.: Sí, tiene que ver con esa duda, pero finalmente si uno tuviera que clasificarla entre ficción o no, es una ficción. Lo es porque, de hecho, está inspirada en hechos reales, pero la historia va tomando un rumbo que se alimenta mucho más de la ficción que de la realidad. Hacerlo autobiográfico, con mi nombre, habría limitado esta posibilidad y yo no quería tener ningún tipo de limitación en la narración. Tanto así, que el final que aparece en la novela no ha sucedido en la realidad. Los personajes principales, con excepción del Doctor López, no tienen nombre, pues aunque les robo a muchos de mis familiares muchas historias, quería que pudieran responder desde la ficción y no desde la realidad.

SEMANA: Las reflexiones sobre la muerte suelen caer en lugares comunes. ¿Cree que muchas ideas que tenemos sobre la muerte se ponen en entredicho cuando en verdad estamos cerca de ella?

F.Q.: Yo creo que sí. No nos hemos tomado la muerte en serio. Y me sorprende que sea así. Hay otras culturas, sobre todo en Oriente, que piensan más en la muerte. Pero acá pensamos poco en ella, no construimos un camino para asumirla. Si bien nuestro concepto de la muerte tiene que ver con nuestras vivencias y con creencias (hay un peso enorme de la religión), cuando uno tiene un cimbronazo como el que tuve, la cabeza se pone en otra tónica y muestra una cantidad de posibilidades que nunca había tomado en serio. Claro, habrá quien sí lo haga, pero no es la mayoría de gente que conozco y tampoco era mi caso.

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SEMANA: El protagonista casi siempre está en el mismo lugar (Bogotá). Sin embargo, esta novela tiene muchos viajes, a través de los sueños y, sobre todo, de la memoria. ¿Por qué?

F.Q.: Hubo algo que pensé en esos días difíciles y fue que si esto iba a pasar, y tenía esa enfermedad con un porcentaje bastante dudoso de salir adelante, yo no quería que eso fuera una tragedia. Porque si bien no iba a hacer una fiesta todas las semanas, no quería que el final fuera un dolor o una oscuridad. Además tengo hijos y quería evitarles una situación así. Por otro lado, está la idea de los agonizantes que recorren los sitios donde estuvieron. Y el personaje tiene el clarísimo interés de anticipar el recorrido que algunos agonizantes hacen. Siempre me gustó viajar -aprendí más en los viajes que en los libros- y de alguna manera quería hacerle un homenaje a algunas ciudades que están en mi corazón como Buenos Aires o Madrid.

SEMANA: La comida es el otro gran tema de ‘La última cena’. Incluso, en un momento el protagonista le da la vuelta a una conocida frase: “no se come para vivir sino se vive para comer”. ¿La idea de relacionar la muerte con el gusto por comer estuvo presente al comienzo de la escritura?

F.Q.: Álvaro Mutis decía que él siempre necesitaba un título antes de escribir una novela, algo que a mí no me sucedía. La mayoría de las novelas las título al final. Pero este estuvo desde el comienzo. Marcó de alguna manera el rumbo que le quería dar a la historia, porque hablar de “La última cena” hace que muchos de los recursos narrativos trabajen en pro de una escena que está al final del libro. Además, hablar de cena podía abrirle la puerta a la gastronomía, que es una de mis pasiones.

SEMANA: ¿Por qué?

F.Q.: Hace unos años me titularon de crítico gastronómico y lo he hecho en la Revista Cambio, en El Tiempo y, eventualmente, en Semana Cocina. Esta novela era una oportunidad perfecta para darle rienda suelta a esa pasión y permitirle al pobre protagonista moribundo seguir siendo un glotón.

SEMANA: Al igual que con el nombre del protagonista, los lectores nunca sabemos cuál es su enfermedad. ¿Quería universalizar la experiencia de la enfermedad?

F.Q.: Tal cual. Hay una reflexión en torno a la enfermedad que va acercando al protagonista a la muerte de una manera más rápida de lo usual. Y me parece que los detalles de una dolencia concreta terminaba creando distractores. Porque si uno le pone el nombre, probablemente, se termina buscando un lógica con el cuadro clínico general de esa enfermedad y no me interesaba, no me quería perder en esos detalles que eran limitantes.

SEMANA: En ‘El mapa y el territorio’, de Michel Houellebecq, el padre del protagonista, ya moribundo, decide morir en un centro de eutanasia asistida en Suiza, donde es legal. ¿Cree que las ficciones contemporáneas cada vez más abordan el tema de personajes que contemplan esta opción?

F.Q.: Pienso que sí. Por ejemplo, si sobrevive algún ejemplar de la novela en 30 años, y alguien decide leerla, dirá: "Uy, sí, en el 2018 todavía la gente tenía que hacer cosas a escondidas para decidir sobre su propia manera de morir, qué curioso". Y espero que sea así, porque, por supuesto, soy totalmente partidario de la eutanasia.

SEMANA: La novela cada vez se vuelve menos ‘trágica’ la idea de que todos moriremos en algún momento. ¿Sintió lo mismo en el proceso de escritura?

F.Q.: Probablemente, sí. Lo primero que llega es temor e incertidumbre, al menos en mi caso. Pero luego, a medida que uno reflexiona libremente sobre el tema, uno encuentra que eso también tiene ventajas. Puede ser un privilegio conocer la fecha de la muerte, aunque sea difícil. En broma, digo en el libro que hay cuestiones prácticas que son ventajosas de morirse, como no ir más al odontólogo o dejar arregladas cuestiones de plata, pero sí creo que es una ventaja enorme para poner la cabeza o el espíritu en modo adiós, modo fin. En últimas, propongo que si siempre hemos celebrado la vida, por qué no hacerlo con la muerte.

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SEMANA: En ‘Esto huele mal’, el humor es un recurso recurrente. Pero en ‘La última cena’ sorprende encontrar momentos de humor que no le quitan peso reflexivo a la novela. ¿Debería de haber humor al hablar de la muerte?

F.Q.: Sin duda. De hecho, creo que algunos de los mejores chistes se cuentan en las funerarias, claro: en voz muy bajita. Es inevitable. En las sesiones solemnes, donde hay que estar calladísimo, es más fácil encontrar motivos para reírse que en otros momentos. Hay que reírse más de la muerte.