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HUCK FINN 100 AÑOS DESPUES

Uno de los escritores más cotizados de los Estados Unidos da su punto de vista sobre la novela de Twain. considerada como el punto de partida de la literatura moderna norteamericana

1 de abril de 1985

NORMA MAILER
¿Qué mejor tónico para los deprimidos que las viejas críticas de las grandes novelas? La aparición de "Ana Karenina" suscitó los siguientes comentarios: "La pasión de Vronsky por su caballo corre paralela a la que siente por Ana"... "Basura sentimental"...
El Correo de Odessa pidió que alguien se pusiera a la tarea de "descubrir una sola idea en todo el libro".
"Moby Dick" fue enviada directamente a la hoguera: "No recordamos haber leído en toda la literatura marinera unas descripciones tran gráficas de lo lóbrego"... "Un consumado catálogo de demencia"... "Vaya material para un sádico. Los cuáqueros del señor Melville son unos desdichados y simples mastuerzos, y su capitán no es más que un monstruoso pelmazo".
Juzgándolo con todos esos criterios, "Huckleberry Finn" (publicado ahora hace cien años en Londres y dos meses más tarde en América), se salva por los pelos. El Springfield Republican juzgó el libro como "una obscena burla de cualquier noble sentimiento... El señor Clemens (Mark Twain) no tiene sentido alguno del decoro". La biblioteca pública de Concord, Massachusetts, no tuvo inconveniente en calificarlo de "pura escoria". El Boston Transcript informó de que "otros miembros del Comité de Bibliotecas definen esta obra como basta, ordinaria e inelegante, resultando más adecuada para la gente de los barrios que para el público inteligente y respetable".
La novela no fue recibida, a pesar de todo, con demasiada acritud. Su aparición no suscitó un gran alborozo, pero tampoco inquina. Casi todos estaban de acuerdo en que se trataba de un gran relato. Nadie se dio cuenta, empero de que acababa de surgir una gran novela americana. El ambiente de las críticas difícilmente aventuraba el encomio que harían de esa novela T.S. Eliot y Hemingway cincuenta años más tarde.
Eliot escribiría para el prólogo de una de las ediciones inglesas que se trataba de "una obra de arte, exponente del genio absoluto de Twain".
Ernest Hemingway iría más lejos. En "Las verdes colinas de Africa", tras despachar a Emerson, Hawthorne y Thoreau, e inclinar amistosamente la cabeza ante Henry James y Stephen Crane, se apresuraba a declarar: "Toda la literatura moderna americana procede de un libro de Mark Twain que se llama Huckleberry Finn... Es nuestro mejor libro.
-Todo lo que se ha escrito en América surge de él. Antes no habia nada. Y nada que se le asemeje ha aparecido después".
A pesar de su incomparable talento para saber dar con el vin du pays más adecuado para una tarde irredenta, Hemingway era como todos los novelistas en un aspecto lamentable de su personalidad: jamás se arriesgaba un pelo con sus juicios literarios. Al juzgar las obras de otros acudía siempre a la regla de echarles un vistazo y aplicar a continuación el siguiente razonamiento: ¿cuánto gana mi prestigio si hablo bien de esta obra? Obviamente, "Huckleberry Finn" superó ese tamiz.
Eso arropa inmediatamente una sospecha. Mark Twain escribe de una manera que sólo Hemingway podía mejorar. Para comprobar esto quizá sirva el hecho de haber leído "Huckleberry Finn" hace tanto tiempo que releerlo ahora produce la impresión de probar un fruto reciente. Yo lo leí cuando tenía once o quizá trece años, y sólo recuerdo que lo hice después de leer "Tom Sawyer" y me desilusionó.
Casi puedo decir que me resultó intragable. El personaje de "Tom Sawyer" que tanto me había gustado en el primer libro, aparecía transformado en el segundo, y sin ninguno de sus atractivos. Y -Huckleberry Finn me superaba por completo. Más tarde me sorprendieron los elogios que casi todos los profesores de Literatura americana prodigaban al texto, pero ninguno me disuadió a leerlo de nuevo.
Era evidente que lo que necesitaba era que algún periódico me hiciera ese encargo en concreto.
Creo que la espera ha valido la pena. Supongo que soy uno de los diez millones de lectores en disposición de decir que "Huckleberry Finn" es una obra extraordinaria. De hecho, y por lo que yo sé, es una gran novela. Imperfecta, caprichosa, desigual, pero distante a todo tipo de tópicos y a cualquier pretensión altanera. No deja de ser una obra de vuelo bajo..., y, sin embargo, ¡menudo libro! Leerla ahora me ha producido una excitación particularmente curiosa. El libra resulta tan actual que no tenía la sensación de estar leyendo a un clásico, sino de encontrarme ante las galeradas de una novela a punto de publicarse. Era como si me encontrara en los años cincuenta leyendp las galeradas de "De aquí a la eternidad" o de Catch-22 o de "El mundo según Garp".En ese brete uno se siente deleitado, soprendido, hastiado, competitivo, crítico y, finalmente, exitado. Una percibe la presencia de un nuevo escritor. Un amigo o un enemigo en potencia, pero un hombre dotado de talento.
Eso es lo que sentí cuando le "Huckleberry Finn" por segunda vez. Y me resistí todo lo que pude, pero a fin me rendí. Uno siempre se rinde tarde o temprano, ante un libro con tan fuerte magnetismo. Me sentía como si estuviera ayudando a sacar su obra adelante a un joven autor de unos treinta o treinta y cinco años, un prodigioso talento provinciano, de Missouri probablemente, que había tenido la audacia de escribir una novela histórica sobre el Mississippi, como se hubiera escrito hace siglo y medio, y con la habilidad para ofrecernos todo un escenario impregnado de destreza narrativa. En casi todos los capítulos surgen nuevos y singulares caracteres que brincan de la página impresa como si se encontraran bajo una carpa de circo en el que pudieran realizar sus cabriolas con desenvoltura. La destreza del autor es de tal índole que da la impresión de ser capaz de describir a cualquier tipo de hombre o de mujer puesto por Dios en la mitad de América. Borrachines carcelarios como el padre de Huck Finn salen de escena dejando a su paso un aroma de violencia que impregna hasta las ropas. Caballeros y ratas ribereñas, jóvenes y atractivas mujeres líenas de empuje y coraje, espléndidas ancianas que trenzan refranes con sus agujas de tejer, locos y nobles..., ¡qué fastuosa galería de caballeros y truhanes habita las orillas de ese río descrito por el autor! Sería un material fabuloso si el autor no delatara constantemente su condición de joven americano moderno escribiendo en 1984. Un anacronismo que no radica tanto en los hechos históricos --que manifiestan una extraordinaria precisión--cuanto en su perspectiva, quizá demasiado contemporánea. La carpintería narrativa es magnífica --repetimos que se trata de un joven escritor de talento--, si bien traiciona continuamente todas sus influencias literarias. Es obvio que el autor de "Huckleberry Finn" ha aprendido mucho de escritores tan señeros como Sinclair Lewis, John Dos Passos y John Steinbeck, ha bebido con certeza en Faulkner y sabe aplicar el tono enloquecido que Faulkner consigue al escribir sobre maníacos que se debaten en la profundidad de las ciénagas; también ha aprendido mucho de todo lo que Vonnegut y Heller pueden enseñar acerca de la elasticidad de la ironía.
También puede afirmarse que ostenta una sensibilidad mucho más aguda para la picaresca que la manifestada por Saul Bellow en Augie March, aun cuando proceda, sin duda, de esa fuente. Hay momentos en los que uno juraría que se sabe de memoria párrafos completos de "El cazador en el centeno", y es muy probable que tenga subrayados libros como "Deliverance" y "¿Por qué estamos en Vietnam?". Hasta es probable que haya analizado el manierismo de las estrellas cinematográficas. En sus páginas pueden rastrearse las huellas de John Wayne, Victor McLaglen y Burt Reynolds. El autor ha debido ver un verdadero montón de comedias de Hollywood sobre la vida en las pequeñas ciudades de provincia. Su olfato para la vida cotidiana en los villorios del Mississippi antes de la guerra civil es tan precisa como burlesca, y no puede ser, desde luego, más comercial.
Pero eso no importa. Ante un talento como el de este chico, uno puede perdonar su instinto para lograr el éxito. Muchos escritores de talento han de entrar a saco en las obras de los demás con el fin de encontrar su propio estilo, y el deseo de conseguir un éxito popular, por mucho que resulte peligroso para quien quiera escribir con seriedad, no puede decirse que sea necesariamente fatal. Sí, no hay porque irritarse ante las raterías de este hombre en la obra de otros escritores, dado el amplio panorama de su obra y la brillantez de su resolución: ¡captar la vida rural americana a través de un viaje en balsa a lo largo de un gran rio!
Uno puede hasta quedarse incómodamente maravillado ante el profundo instinto literario de este autor.
Con el muchacho Huckleberry Finn este nuevo novelista ha sido capaz de crear un personaje de dimensiones nada fáciles de asumir. Para los personajes de las novelas modernas resulta muy fácil parecer más vívidos que los que se mueven en las clásicas, pero aun así, Huckleberry Finn está más vivo que Don Quijote o Julian Sorel. en cuanto que las cosas que le pasan están tan cerca de su realidad, como nosotros de la nuestra. Pero, ¿cuántas veces surge un héroe tan natural que su dimensión moral se acrecienta con el desarrollo de sus aventuras?
Repitámoslo de nuevo. El gancho de su atractivo es de tal índole que uno puede perdonar al autor de "Las aventuras de Huckleberry Finn" todas sus promiscuas influencias. Su destreza para picotear de aquí y de allá es verdaderamente fértil. Su aparición en el mundo literario es digna de alabanza, aunque sólo sea por su desmesurada capacidad para el delito literario. Hay párrafos que ponen de manifiesto algo más que la influencia de un estilo literario: ¡son párrafos copiados! La influencia es mental, pero el latrocinio es algo físico.
¿Quién sería capaz de asegurar que una gran parte de la prosa de "Huckleberry Finn" no procede directamente de Hemingway? Sólo podemos estar seguros de no encontrarnos leyendo a Ernest, gracias a que el autor se cuida de salpicar su escrito de contracciones algo pasadas de moda. Pero para los que hemos leído a Hemingway está muy claro que nos hallamos ante un Hemingway sabiamente disfrazado.

Espero haber sabido explicar el placer de leer este libro hoy día. Es el más delicado elogio que puedo hacer.
Todos usamos un criterio tácito a la hora de escoger un clásico. Y, en secreto, esperamos que nos proporcione menos placer que el que depara la lectura de una buena novela contemporánea. Es muy probable que, sometido a tortura, el lector contemporáneo admita haberse divertido más con la lectura de un relato actual que con "Madame Bovary". Esto no quiere decir que el primero sea mejor que el segundo dentro de cien años, sino que una novela clásica es como un caballo de fina raza cabalgado por un extravagante impostor. Lo que les pasa a los clásicos es que están muy lejos de nuestro chismorreo cotidiano, la marca de calidad de "Huckleberry Finn" reside en que puede compararse con muchas de nuestras mejores novelas modernas y resistir la confrontación página a página: aquí es insólita, allá es sensacional. Eso es lo que ocurre con esas raras e increíbles primeras novelas de las que aparecen una o dos cada diez años. Y hablo de su afinidad con una primera novela a causa de su juventud, de su frescura y de esa peculiar ingenuidad que hace que uno salga prácticamente airoso de cualquier empresa. Un novelista más viejo y sabio no hubiera ido tan lejos con un material tan ajustado y seguro. Pero Twain lo hace.
En honor del decoro literario no dejaré de referirme a su contexto real.
"Huckleberry Finn" es una novela de] siglo XIX que se refiere al río que mejores cualidades literarias ostenta, nuestro viejo Mississippi, por cuyas aguas navegan en una balsa Huck Finn y un esclavo fugitivo. Más que un personaje, el río es una presencia manifiesta, un demiurgo que ayuda al muchacho y al hombre, una deidad que los alimenta y los traiciona, todo menos ahogarlos en sus aguas o rechazarlos de sus riberas. El río es como una sinfonía que atraviesa la médula de una realidad narrativa que es nada menos que el desarrollo de la relación entre Huck y el esclavo fugitivo, el Negro Jim en cuyo nombre se encierra la sustancia misma del sistema esclavista: su nombre no es Jim sino Negro Jim. El amor y el conocimiento entre el fugitivo blanco y el fugitivo negro constituyen una relación idéntica a la que existe entre el hombre y el río, llena de traición y lealtad, de disputas y reconciliaciones, en una trama que apela a la fibra más íntima y sensible del corazón, ésa en la que la compasión y la ironía ofrecen siempre una oportunidad a nuestras emociones más recónditas.
Leyendo "Huckleberry Finn" uno se da perfectamente cuenta, una vez mas, de que nuestra casi calcinada, asfixiada--y herida de muerte por el odio-historia entre blancos y negros, todavía constituye el incidente sentimental americano por excelencia. Y malditos seamos si concluye en el desdén y en el mutuo resentimiento. Siguiendo el curso de esta novela regresamos a aquellos felices tiempos en los que ese incidente sentimental todavía era nuevo y todo parecía posible. ¡Qué emoción produce recordar tal cosa! ¿En qué otra parte radica la grandeza sino.en la indestructible salud de las emociones una vez que la esperanza se ha avinagrado y se han agotado las pasiones? La esperanza de la democracia reside en la disposición a dilapidar de nuevo esa saludable riqueza. El tesoro de "Huckleberry Finn" es esa sensación que nos hace libres para afrontar la sublime y terrorífica premisa de la democracia; dejemos que las pasiones y las avaricias, los sueños, las excentricidades y los ideales, las ambiciones, las esperanzas y las enloquecidas corrupciones de todos los hombres y mujeres tengan su oportunidad sobre la Tierra, y obtendremos un mundo mejor, pues hay más bien que mal en la suma de todos nosotros y de nuestras obras. Mark Twain, adalid de esa democracia humana, entendió semejante premisa en cada uno de los trazos de su pluma, comprometida en la tarea de atormentarnos con esa idea hasta el punto de hacer surgir en nosotros un exhaustivo amor por ella. -