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LA FLOR MANCILLADA

UNa de las mejores novelas paródicas de Sergio Pitol, premio Juan Rulfo de Literatura, 1999

LUIS FERNANDO AFANADOR
10 de enero de 2000

Esta es la historia de Jacqueline Cascorro, de cómo la vida conyugal la convirtió para
siempre en una mujer de muy malas ideas. Un día la rutina, las peleas, las infidelidades, las crisis y las
reconciliaciones llegaron a su límite y en un instante epifánico _cuando quebró con las manos la pata de un
cangrejo y oyó descorchar a sus espaldas una botella de champaña_ se dejó poseer por los malos
pensamientos.
Antes que su vida espiritual quedara hecha añicos, Jacqueline anotaba sus observaciones en un cuaderno
azul. Allí desfogaba el rencor hacia su esposo, Nicolás Lobato, un bárbaro que de la vida sólo le interesaba
hacer dinero y acostarse con cuanta mujer pudiera. Leía la Fisiología del matrimonio, de Balzac, y concluía
que la mayoría de las mujeres a los pocos años de casadas sólo sienten hacia sus maridos una gran
aversión. Entonces, con tinta verde, escribía en su cuaderno: "No hay pasión que logre sobrevivir al
matrimonio".
Pero Jacqueline no sufría como una fiera enloquecida. Su consuelo, su compensación, era asistir a las
reuniones culturales en casa de Márgara Armengol para oír hablar de libros, de teatro, de cine, en fin, de la
'cultura pura' en la que se movía como un pez en el agua. Y donde, es justo recordarlo, aburría a sus
interlocutores con el recuento minucioso de las aventuras de su esposo, ese lujurioso, que la trataba de
embrutecer, que quería destruir su sensibilidad, sin lograrlo, gracias a que la noche de los sábados
frecuentaba a gente superior, como Márgara y sus refinados amigos. Todos, también es justo decirlo, le tenían
mucha paciencia: Jacqueline financiaba generosamente aquellas insípidas tertulias.
Antes de que se volviera una calamidad, apareció en la vida de Jacqueline, Gaspar Rivera, un primo
lejano y joven. De mediana estatura, delgado, con la piel un poco maltratada, tenía sin embargo una voz
perturbadora y un olor salvaje. Y una pobreza extrema, como toda su familia, como ella misma cuando se
llamaba María Magdalena _no se cambió el apellido, para no ofender a sus padres, pero lo pronunciaba a la
francesa: Cascorró_ y vivía en un patio de vecindad. Gracias a la presencia del primo, Jacqueline cambió.
Nicolás Lobato, su esposo, se sorprendió con el nuevo tono jovial de su mujer, ausente desde hacía mucho
tiempo en su hogar. Y en la casa de Márgara _asistió menos_ dejó de oírse la trillada historia de una flor
exquisita mancillada por la bota de un marido brutal, incontinente y tirano. La alegría no duró mucho: no
olvidemos que nuestro personaje se habría de convertir en una mujer no de malas sino de pésimas ideas.
La vida conyugal es una novela de sorpresas para el lector. Y no tanto por la trama _hasta cierto punto
pre-decible_ como por la forma en que vamos conociendo a su protagonista. Nuevos ángulos, nuevas
perspectivas y un escalón más _o menos_ en el camino que nos llevará a la sordidez total. Pitol parece
implacable con su personaje: no tiene compasión por ella. Atrapada en su conciencia _en su falsa
conciencia_ es incapaz de entender nada, sólo existe para justificarse, nunca para comprender. Da
vueltas en redondo, patéticamente. Y nosotros ahí, testigos incómodos, impotentes. Ignoro hasta qué punto
Pitol fue partidario de la estética brechtiana, la cual, sin duda, cultiva en esta obra: el héroe no existe para
que nos identifiquemos con él sino para que tomemos conciencia de su alienación a partir del asco que
nos produce su situación moral. No la catarsis sino el distanciamiento crítico.
Sobra decir que es notable el giro subrepticio que va dando el relato desde el humor más ligero, del puro
divertimento, al clima final de desesperanza, de hastío por la condición humana. No por azar los mejores
lectores de Pitol han resaltado sus dotes en el manejo de la parodia: el quebrarse de la pata de cangrejo y el
sonido de champaña al descorcharse es una burla inmejorable de las famosas epifanías proustianas. Para no
hablar de la parodia a la vida conyugal, a la nada apacible vida conyugal que desfila en estas páginas.


Novedades
Stephen Jay Gould
Milenio Grijalbo Mondadori, 1999
187 páginas
$ 32.200
En laconfusión y la utilización comercial de todo tipo que ha generado el año 2000, se impone la lectura de
libros honestos y rigurosos _no son muchos_ al respecto. El libro Milenio, de Stephen Jay Gold, prestigioso
paleontólogo de la Univertsidad de Harvard, es uno de esos pocos libros altamente recomendables para
acercarnos a "ese problema sin solución de cuándo terminan los siglos".
No hace predicciones acerca del futuro humano, no conjetura sobre el origen del miedo que acompaña los
fines de siglo o de milenio y sus creencias apocalípticas: "Quiero hablar de calendarios y de números, de los
dedos de las manos y de los dedos de los pies y de la percepción de la redondez de una cifra, del Sol y de la
Luna, de la edad de la Tierra y del nacimiento de Jesús".
En fin, problemas concretos de astronomía, de historia y de calendario, de las diferencias que surgen
entre los hechos de la naturaleza y las definiciones arbitrarias que hacemos los humanos.


Manolo Valdes
Villegas editores, 1999
382 páginas
$ 120.000
Un hermoso y completo libro _el primero_ sobre el artista español Manolo Valdés. Contiene su versátil
obra de grabador, de pintor y de escultor, con un estudio introductorio del especialista Manuel Llorens, y
comentarios de otros conocedores, entre los cuales se destaca el novelista Antonio Muñoz Molina. Valdés
perteneció en los años 60 al 'Equipo Crónica' que introdujo en España el arte moderno con el movimiento
pop. Una postura que en los años 70 evolucionó hacia una crítica de la modernidad y se reflejó en una defensa
de la pintura, de lo visual, en un elogio del oficio y un rechazo a las vanguardias. Un camino que lleva a
reconocer el valor de la tradición, que dialoga con la historia del arte: "No le dieron los dioses a Manolo
Valdés su lenguaje pictórico para ocultar el suyo. Uno ve a Velázquez, a Ribera, el desnudo de Matisse, a Dora
Maar. Uno, en efecto, ve a Manolo Valdés y a su arte, no al pretexto, aunque el pretexto no esté oculto".