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El acosador debe ser condenado, no su obra

Ahora que escritores, músicos, fotógrafos y cineastas están en el ojo del huracán por acoso sexual y otras conductas inapropiadas, hay quienes piden censurar sus obras. ¿Hasta dónde debe llegar la condena?

2 de junio de 2018

Mujeres desnudas, inmovilizadas con cuerdas y en poses sugestivas. Flores que insinúan las partes íntimas femeninas. Una colegiala amarrada que cuelga del techo. Escenas sexuales explícitas en las que el hombre domina a la mujer. El trabajo del fotógrafo japonés Nobuyoshi Araki siempre ha causado controversia. Tras casi 50 años de carrera lo han censurado, han confiscado su trabajo, lo han multado por obscenidad y muchos no lo bajan de “misógino” y “machista”.

Pero cuando el año pasado una de sus modelos lo acusó de haber tenido un “contacto sexual inapropiado” con ella a la edad de 19 años, su obra pasó de la categoría “mal gusto” a un debate mayor. Porque aunque él mismo aceptó que se había acostado con algunas de sus modelos –varias, de hecho, dicen sentirse satisfechas de participar en sus fotos–, por primera vez una hablaba de acoso.

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Por eso, ha despertado críticas que un museo en Estados Unidos decida hacer una retrospectiva de su obra. Se trata del Museo del Sexo, de Nueva York, que desde febrero presenta la exposición Araki incompleto: sexo, vida y muerte en la obra de Nobuyoshi Araki, que reúne algunas de las mejores (y más polémicas) fotos del japonés. Algunos rechazan que una institución se arriesgue a presentar una exposición de este estilo en época de conversaciones globales sobre el género y las dinámicas de poder, pues al menos una de sus modelos ha acusado al fotógrafo en cuestión de acercamientos sexuales contra su voluntad. Muchos piden retirar sus fotos, sacarlo de los museos y no darle publicidad.

No es el único caso, pues en el marco del movimiento MeToo algunos escritores, artistas, músicos y cineastas han sido señalados de acoso sexual o de comportamientos reprochables con las mujeres. Y eso ha conducido a la pregunta de qué hacer con sus obras. Hace poco, por ejemplo, una mujer acusó al escritor dominicano-estadounidense Junot Díaz, ganador del Pulitzer por La vida breve de Óscar Wao (2007), de arrinconarla y besarla a la fuerza cuando ella era estudiante. De inmediato, dos librerías retiraron su novela de los estantes y algunas personas comenzaron a decir que sus libros eran machistas y misóginos, y que se deberían presentar así.

Lo mismo ocurre con Woody Allen, acusado de violación por Dylan Farrow, su propia hija, en 1992. Aunque un juez lo absolvió en un juicio muy controvertido, ahora las acusaciones han vuelto a surgir y muchas personas piden retirar sus películas de las salas o boicotearlas. Una situación similar vive cada cierto tiempo el polaco-francés Roman Polanski, director de Chinatown y El pianista, condenado por violar en 1977 a Samantha Geimer, entonces de 13 años. O Terry Richardson, un fotógrafo reconocido por tomar fotos de personas famosas en poses eróticas, a quien varias revistas y marcas vetaron luego de que algunas modelos lo acusaron de abuso sexual.

El debate es complejo. Muchos piensan que si se prohíben las obras (libro, canción, foto o película), finalmente sus admiradores terminan pagando por las faltas de los creadores. “Yo siento que nunca, bajo ninguna circunstancia, es válido condenar una obra de arte –dice la escritora colombiana Gloria Susana Esquivel–. Porque cuando eso sucede, entramos en un campo muy grave: el de la censura”. Y es que en muchas ocasiones, el castigo a los acusados (cuando ni siquiera es claro que sean culpables) cae sobre sus creaciones. El caso más reciente, tal vez, es el de James Franco, el actor y director de cine. Su película The Disaster Artist era una de las favoritas para la temporada de premios e incluso le dio un Globo de Oro como mejor actor. Los críticos aseguraban que ganaría al menos una nominación a los premios Óscar, pero la cinta resultó blanqueada luego de que varias actrices lo sindicaron de acosarlas. En las últimas semanas pasó algo similar con R Kelly, un cantante estadounidense acusado de violar a una menor de edad. Spotify (la plataforma de música en streaming) lo castigó al retirar su música de las listas de recomendaciones.

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Algunos están de acuerdo con mirar las obras a la luz de lo que han hecho sus autores. Cuando salieron las denuncias contra Junot Díaz, por ejemplo, la escritora estadounidense Carmen María Machado tuiteó “sus libros son basura misógina y la gente no lo ve o no lo reconoce (lo que me molesta por diferentes razones). Es un misógino ampliamente alabado y amado. Sus libros son regresivos y sexistas”. El tema, además, no solo es pertinente por el MeToo; en febrero, el distrito escolar de Duluth, en Minnesota (Estados Unidos), retiró de sus planes de estudio libros de Harper Lee y Mark Twain por considerarlos racistas.

Para algunos parece la respuesta más lógica prohibir o condenar la obra de un artista acusado, o incluso culpable, pero para otros no es la mejor opción. Lucas Ospina, profesor de arte de la Universidad de los Andes, dice que “esta especie de censura infantiliza la mirada, nos hace más vulnerables ante nuevos abusos de poder. No es con una mirada inocente como se comprende una situación compleja”. De hecho, algunas de estas obras tienen mucho que decir al respecto de los temas por los que sus autores son acusados. Por ejemplo, los libros de Junot Díaz, quien confesó haber sido abusado sexualmente en su infancia, están llenos de personajes machistas y de mujeres maltratadas en una sociedad patriarcal. Ni hablar de lo que pueden decir las fotos de Araki o de Richardson sobre la actitud de muchos ante la sexualidad.

Con esa mirada, el Museo del Sexo presenta la exposición sobre Araki. “No solo queremos que los visitantes conozcan la forma en que se ha discutido su trabajo –dijo a SEMANA Maggie Mustard, curadora de la exposición–. Sino que consideren cómo su nivel de celebridad podría crear relaciones de poder en las que sus modelos femeninas pueden o no tener voz en la creación del trabajo”. Más que mostrar las fotos sin contexto y sin explicación, buscan que los asistentes se hagan ciertas preguntas: ¿su trabajo es sexista o sexualmente liberador? ¿Por qué ha sido tan controvertido? ¿La popularidad de su trabajo en occidente es, en parte, racista?

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También tienen en cuenta la voz de la mujer que lo acusó. “Hablamos directamente con la modelo –explica Mustard– y ella misma decidió finalmente cómo se incluyó en la exposición (su testimonio aparece en un mural) y pidió el anonimato”. Igualmente, aparecen las declaraciones de otra modelo que, cuando se dio a conocer la exposición, declaró que se había sentido maltratada y “tratada como una cosa”.

Ese parece ser un camino: contextualizar la obra y aprovechar para que la gente se haga preguntas. Las reflexiones deben venir del propio espectador, y eso es imposible si se impide que aprecie la obra y, eventualmente, que la disfrute. La respuesta no puede ser cerrar los ojos.