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LOS CAMINOS DE LA DISTANCIA

A tres años de la muerte de Sartre, el recuerdo de su funeral ayuda a conocer mejor al hombre.

30 de mayo de 1983

Para acercarse a un hombre, tal vez haya que asistir a su funeral.
Es lo que me pasó con Sartre. Casualmente, estaba en París, tres años atrás, para la despedida que esa ciudad le brindó a quien había sido su máximo escritor de post-guerra.
Pocos intelectuales habían influido tanto en mi formación como él, en el modo en que yo había ido formulando e interpretando la vida durante el prolongado período de la tardía adolescencia. La angustia, la mala conciencia, la situación límite, los salauds, la autenticidad, fundaron, a partir de una lúcida disección de las opciones éticas bajo la ocupación nazi, algo así como un vocabulario corriente, el alfabeto sombrío con que nuestra generación aprendió a definir la libertad y la enajenación. Después me golpearían sus aventuras de amor con el Tercer Mundo: Huracán sobre el Azúcar, el prólogo a Los Condenados de la Tierra de Fanón, su presidencia del Tribunal Russell. Y aunque los tiempos, la experiencia, los continentes luminosos, la política concreta, me hubieran alejado de él y sus posiciones, me sentí impulsado hacia el cementerio de Montparnasse, impelido -hay que admitirlo- por algo más próximo a la brutal curiosidad que al homenaje.Amantes de la simetría, quizás esperábamos hallar en el funeral un símbolo, reunido y compacto, que resumiera o expresara la vida que acababa de terminarse.
Nada de eso. La atmósfera emocional de la inclasificable, lacónica multitud, no era la que habíamos anticipado. No se sentía, no se respiraba allá, la pérdida. Ni una lágrima, ni un llanto. Era un ejército de solitarios, curiosamente despegados, inconvincentes, remotos, casi espectadores más que participantes en el intimidado, encendido rito del desconsuelo. Jóvenes de todas las edades, contestatarios de todos los espectros y causas, un bosque de bohemios con anteojos y barbas, pocas familias con niños (juro que vi a un niño saltar sin dar muestras de náusea sobre la tumba de Baudelaire), prácticamente ningún obrero y -lo que era más extraño- escasos árabes o africanos. A pesar de la militancia de Sartre en favor de Israel, yo hubiera esperado -en la transitoria reconciliación que suele entregar la muerte- encontrar más representantes de las razas y las culturas que el escritor francés defendió durante el salvaje período de la guerra de Argelia.
Dentro de la muchedumbre casi adormecida, el único rostro devastado por la tristeza fue el de Simone de Beauvoir, a la que divisamos por un instante a través de la ventanilla del carro fúnebre. Ahí estaba la muerte, ensimismada, adolorida, ahí estaba la consternación del amor. Sartre la había dejado sola, como ella lo profetizó y temió en El Segundo Sexo. Sartre no estaba allá para confortarla.
Así que no pudimos registrar, en esa gente, muestras visibles de pesadumbre. Era como si enterraran un libro, un clásico distante, un esqueleto, de palabras, y no un hombre real, un amigo y compadre, un miembro de la familia. Flores sí, en algunas manos.
Una que otra mirada mareada y seca y lejana, algunos aprendices del existencialismo vagabundeando entre las sepulturas como si se les hubiera quebrado la brújula o no supieran con quién discutir. Había muchísima gente, pero no era un desbordante homenaje popular a un gigante, a alguien que había sacudido el pensamiento. Nos dio la impresión, de repente, que la multitud no formaba parte de ningún colectivo, que ninguna unidad o pena secreta, ninguna complicidad insondable, los cohesionaba y convocaba hasta ese lugar. Cada uno venía y se iba por su fría cuenta.
Pero quizás el problema estaba en nosotros. ¿No estaríamos prejuiciados, enteramente incapaces de entender y respetar las costumbres funerarias de otros pueblos? ¿No estaría yo contemplando este ritual desde otras imágenes: los recuerdos sobrecogedores del funeral de Violeta Parra, de Gabriela Mistral y también -por vía del cine tantas veces visto que ya era como si hubiera asistido- el de Neruda? La relación de nuestros pueblos con sus grandes creadores culturales es absoluta e inconteniblemente diversa, puro corazón, pura resurrección incrédula, casi una fiesta obscena y desafiante. Así había sido, cuentan las leyendas y los retrograbados, la despedida de Víctor Hugo, un siglo antes, en este mismo suelo. ¿Tanto había variado la relación entre intelectual y pueblo en el intervalo?
Pero, ¿con qué derecho hacíamos nosotros el inventario de la aflicción ajena? ¿Por qué aplicábamos acá los patrones culturales tercermundistas? ¿Acaso los franceses no podían mostrar (o esconder) el fervor de su congoja a su propia parca, digna manera?
Tal vez sea así.
Tal vez a Sartre le hubiera encantado la modestia de todo aquello, la falta de solemnidad, la contención casi analítica de los sentimientos, el individualismo sin anclas ni lazos de los asistentes.
Para mí, en cambio, fue perturbador no descubrir allá el amparo del dolor o de la esperanza, sino una muestra más de lo que Rimbaud llamó "la Europa gris, mezquinoy sedentaria ".
Me hubiera gustado, por el cariño que le tenía a Sartre, que fuera de otro modo. Pero él me enseñó, entre otros, que la verdad se asemeja incómodamente a una profanación. Ahí entre las tumbas, retuve esa enseñanza, y tres años más tarde escribo lo que vi y no lo que me hubiera gustado ver.