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"Tengamos la guerra en paz", una película española amorfa y acartonada

12 de diciembre de 1983

Esta vez no tuve la misma suerte del día que fui a ver "Aprendí a matar" sin tener ningún dato previo sobre la película. En aquella ocasión me resultó una excelente obra de Giuliano Montaldo, en esta una lección barata de pacifismo dirigida por Eugenio Martín con el sospechoso título de "Tengamos la guerra en paz". Moraleja, es bueno averiguar algo antes de aventurarse a lo desconocido. Segunda moraleja, no siempre que el teatro está vacío están proyectando un Bergman. El público, aunque se diga lo contrario, no come cuento fácilmente así le presenten estas banalidades en su teatro favorito.
Porque lo que hace que uno se sienta perdiendo el tiempo es que la película no le guste a nadie. No es ante la que no le gusta a los críticos pero sí al público que ha llenado el teatro, porque eso significa que algo tiene la película, al menos cierta capacidad de captar el interés o de responder a urgencias, necesidades o formas de percibir. En estos casos hay algo qué explicarse, qué posibles lecturas tuvo la película y a qué organización de la realidad respondió. Pero ante obras como "Tengamos la guerra en paz", proyectadas en un teatro casi vacío, que lo deja a uno mirar el reloj cada cinco minutos, no queda sino tratar de analizar por qué esa incapacidad de la obra para atraer.
Los españoles -porque la película es española- con el sindrome de Cervantes son terribles. No salen del cuento de las dos Españas, la idealista y la práctica, la que muere por ideales y la que vive en las necesidades inmediatas prescindiendo de valores absolutos. La diferencia está en que Cervantes contó una aventura que tiene vida como aventura, con personajes que tienen fuerza como personajes.
No son símbolos abstractos que le sirven al autor para construir una parábola sobre la hispanidad o sobre la dualidad humana, sino seres concretos en el mundo de los caballeros andantes. Otra cosa son los análisis e interpretaciones a que se prestan. Lo terrible es cuando lo simbólico pasa a primer plano imponiéndose en los diálogos y a los personajes. Los primeros se vuelven disquisiciones abstractas o chistes fáciles, los segundos seres amorfos que deambulan detrás de la idea que representan.
La primera pista de este tipo de simbolización está en los nombres: el alcalde nacionalista, católico, se tiene que llamar Carmelo, su esposa Sagrario y su hija Lourdes. La hija del alcalde camarada, republicano, se llamará Catalina, el cura no puede ser sino Serafín y la hija del alguacil será Justita. Estamos en la guerra civil española, 1936-39, cuando un soldado fugitivo, Daniel, llega al pueblo gobernado por los alcaldes, provocando el entusiasmo de las hijas de éstos. Se casa primero con Cataline, en una boda libertaria, y después por la Iglesia con Lourdes. La rivalidad política y sentimental entre las dos familias está a punto de explotar cuando llegan los ejércitos, nacional y republicano, que se trenzan en una batalla en la que van cayendo los jóvenes combatientes de uno y otro lado. Entonces la gente del pueblo y las dos familias comprenden el absurdo de la rivalidad y Daniel se queda con sus dos esposas. La paz parece cobijar la población. Sin embargo, inmediatamente las discusiones comienzan a surgir entre todos los habitantes del pueblo. Ahí termina la película con la frase de algún pensador español sobre las dos Españas.
Un caso claro de cómo la abstracción simbólica le resta toda fuerza concreta a las situaciones es la escena de la batalla final en las calles del pueblo. Una escena que podría producir impacto, pero no lo produce porque se siente que es sólo la circunstancia que se necesitaba para que las dos familias rivales aprendieran la lección: más vale la vida que los ideales políticos, el enfrentamiento armado no trae la paz sino la muerte.No es entonces una escena sino una idea escenificada. El espectador puede ver con toda tranquilidad cómo caen muertos los jóvenes porque ni le va ni le viene. No pasa lo mismo en "La piel" donde sí existen seres, donde las acciones tienen un carácter concreto. Ni siquiera en "El gran racket", donde a pesar de la caricaturización de los personajes la película construye una lógica propia en la cual cada situación juega un papel especifico.
En "Tengamos la guerra en paz" la lógica es externa a la película. Es la lógica de la lección que el autor quiere dar. Y como uno no va a cine a recibir lecciones abstractas sino a emocionarse con seres que sufren o gozan, poco a poco se va distanciando de la pantalla y cuando sale la leyenda final, la frase importante sobre la hispanidad, ya nadie tiene el menor interés en dejarse impactar en un minuto ante algo que no ha logrado convencerlo en noventa.