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PLAGA DE CHECHERES

Por cuenta de una ley de la República, el espacio público de las ciudades colombianas se ha visto invadido de obras "sin ton ni son"

24 de diciembre de 1984

Como es bien conocido en los círculos que se mueven alrededor del arte en Colombia, entre nosotros existe una ley de la República que demanda que un cierto porcentaje de los presupuestos déstinados a las edificaciones sean utilizados para ornamentarlas con obras de arte. Y esto, que en principio parece una virtuosa manera de aproximar la masificación de la presencia artística en nuestros medios urbanos por el contrario ha degenerado en una situación caótica, por medio de la cual el espacio abierto y compartido en nuestras sociedades se ha visto invadido por una verdadera plaga de piezas, artículos y objetos, cuando no de verdaderos chécheres. Ellos surgen en andenes, plazas, parques y sobre fachadas, de manera absolutamente desordenada, sin seguir patrones de conducta, ni criterios claros.
En este momento, el caso de Bogotá es clásico de la situación que se acaba de describir. Hay un escultor en particular, que se llama Salvador Arango, de quien sin saberse exactamente a qué recursos relacionales tiene acceso, se sabe que ha logrado montar un número considerable de obras suyas, y eso después de haber saturado a Medellín. Sus trabajos corresponden a la categoría figurativa pero ni sus configuraciones, ni sus gestos, ni sus acciones poseen la dimensión seria de lo que puede suceder en la figuración actual. Estas esculturas son realizadas en bronce café oscuro que acentúa su carácter como de gigantescas chocolatinas. Y si Bogotá ha logrado librarse hasta ahora de amenazas tan aterrorizadoras como la de Arenas Betancourt (quien también es notable por el manejo de grandes complejos broncíneos con qué ilustrar achocolatadas faltas de consistencia),asimismo es cierto que los escultores que consideramos como más serios, es decir los que han manejado un lenguaje que se inscribe dentro de los parámetros contemporáneos, tambíén han fallado en lo que tiene que ver con su aparición en el espacio público.
Esto es algo que se puede afirmar de manera bastante general y certera.
En el mismo caso de Bogotá aparece la desoladora pieza del maestro Alejandro Obregón, en la plazoleta del edificio de Telecom, exigente de atenciones debido a su desproporción y gestualidad, ambas incompatibles con la naturaleza del sector y sus usos. Igualmente digna de mencionarse en este contexto es la pieza del artista John Castles frente al edificio de la Lotería de Bogotá, como ejemplo de falta de escala y proyección frente al espacio urbano y los eventos que en él se desarrollan. Con respecto a este mismo autor habrá que ver los resultados de la pieza que ya está instalada, pero no "develada" aún en el por inaugurarse edificio del Banco de Crédito en el sector de San Diego. Otros artistas respetables han fallado considerablemente cuando han querido entronizar sus obras en el espacio público.
Cuando nos referimos a Medellín, encontramos un caso absolutamente vergonzoso. La ciudad ha quedado contaminada epidémicamente por trabajos de seudo-escultores que han logrado sacar al exterior las obras que conciben y, para desgracia de casi todos nosotros, ejecutan e instalan. Algo de lo que sucede, tanto en Medellín como en Bogotá, se debe a que la ley ya mencionada se ha aplicado sin que medie algún grupo consultor de profesionales que pueda administrar adecuadamente los fondos disponibles para la comisión, adquisición e implantación de obras. Al mismo tiempo esto tendría que estar acompañado del establecimiento de ciertos criterios generales con los cuales llevar a cabo tal tipo de acción.
En resumidas cuentas, la ejecución e implantación de obras en el espacio público ha obedecido sencillamente a opiniones personales de los empresarios o dueños de edificios, quienes poco o nada saben ni tienen que saber de arte o ciudad y quienes han escogido a dedo a los autores con cuyas obras tendremos que vivir, irremisiblemente, de ahora en adelante. Y los han escogido teniendo en cuenta criterios muchas veces económicos; unos escultores por encima de otros porque ofrecían obras de la misma envergadura en cuanto a tamaño se refiere, pero por la mitad del precio, y cosas por el estilo. Por todo lo anterior, nadie debe asombrarse de los desastrosos resultados de este proceso.
Pero aún cuando existiera un grupo para seleccionar, seguramente también enfrentaríamos resultados confusos porque, como ha sucedido en otras ciudades no precisamente colombianas, el grupo decisor se ciñe a criterios demasiado estrictamente emanados de conocimientos de arte como disciplina pura, que terminan situándose dentro del área conceptual de alguna de las academias contemporáneas del gusto. Y es que ni siquiera estos grupos profesionales han podido ser lo suficientemente claros al respecto del papel a jugar por los artistas frente al espacio público. Pues no se trata de que el artista sencillamente saque su obra a la calle, agrandándola convenientemente para tal fin. Eso es lo que se ha estado haciendo y el desastre está claramente a la vista. Por ejemplo, en el recientemente inaugurado Parque de Esculturas de Medellín, la inmensa mayoría de las piezas instaladas habían sido concebidas para una galería o sala privada y luego han visto su tamafío multiplicado varias veces en el convencimiento de que con esto se volverían apropiadas para el uso universal y por lo tanto urbanas.
Seguramente es difícil entender que lo que debe hacer el artista no es usar la calle como área de exposición, sino participar como artista en la discusión del espacio público. Ello es bien distinto de llenarlo con obritas u obrotas de arte. Las excepcionales intervenciones que se han hecho entre nosotros y que se adecúan a este tipo de situación, son aquéllas que se atreven a discutir con la calle: no aparecen inermes, ni automáticas, ni pasivas, sino en diálogo con su implantación y circunstancias. Quizás el más claro ejemplo de esto sea la obra de tamaño monumental, de Eduardo Ramírez Villamizar en Medellín, que él llamó Muro Abriéndose, y que remata la visual de la calle Maracaibo cuando asciende hacia la Avenida Oriental. Ocupa la culata sobre un gran edificio de parqueaderos. Su escala, que es la misma de la arquitectura, y el hecho de representar a un muro que se abre, le da una argumentalidad con la historia de la arquitectura y la ciudad, es decir con su decadencia y eventual ruina, que se vuelve parte de una interesante dialéctica con el sector, con la gente que lo puebla y lo usa, y con las actividades que se dan en él. Todo ello hace de esta obra un objeto indispensable en el contexto en el cual está localizada. En cambio las esculturas agrandadas e instaladas en la calle son siempre "de quitar y poner".
Con artistas que estén dispuestos y preparados para discutir con los otros profesionales que intervienen en la configuración de la ciudad, y con obras que asimismo la discutan, es que se podrá poner fin a la contaminación visual y mental por medio de la cual no sólo se ha confundido la percepción de nuestras urbes, sino también la concepción de lo que es y debe ser el arte entre nosotros.
-Galaor Carbonell -