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T2 Trainspotting

El elenco y el director de la película de culto de 1996 se reúnen para explorar lo sucedido 20 años después con sus personajes que vivían en contravía al sistema.***

Manuel Kalmanovitz G.
22 de abril de 2017

Para refrescarme la memoria, y pensando que ya venía el estreno de esta segunda parte, revisé la Trainspotting original. No era exactamente como la recordaba, pero su vigorosidad y aparente simpatía y música contagiosa seguían ahí.

Ahora noté cosas no tan lindas, como ese nihilismo profundo y sin redención que hace 20 años me pareció divertido, atractivo o interesante y que hoy encuentro deprimente, inmaduro, una celebración irresponsable de una sinsalida absoluta.

Nada valía nada para sus cuatro protagonistas. El célebre discurso inicial que se burlaba de “escoger la vida” dejaba en claro que ni la patria, ni la religión, ni la familia, ni la carrera, ni el futuro importaban. Pero tampoco cosas no tan tradicionales como las novias o las fiestas. Ni siquiera las drogas. Nada valía nada.

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Pensé que esta segunda parte podía enfrentarse con las consecuencias de ese nihilismo (entre las que uno podría incluir el surgimiento y auge de la extrema derecha en tantas partes) y que, a nivel vital, podría repensar cómo se transforma ese descreimiento absoluto, típico de la adolescencia, tras 21 años de vida.

Pero T2 no está para reinvenciones ni para cuestionarse incisivamente sobre las consecuencias de su filosofía. Se trata, más bien, de una reunión de algún supergrupo musical separado hace tiempo que vuelve a los escenarios con sus canciones famosas mostrando menos pelo y energía y más barriga. Es, en síntesis, un ejercicio explícitamente nostálgico.

La película comienza con el regreso de Renton (Ewan McGregor) a Edimburgo dos décadas después del final de la primera parte, cuando huyó con el dinero de una venta de heroína que debía repartirse con sus tres mejores amigos.

A pesar de la traición, no tarda en reencontrarse con ellos y constatar que las cosas han cambiado poco: Spud (Ewen Bremner) se casó y tuvo un hijo, pero sigue adicto a la heroína; Simon (Jonny Lee Miller) se dedica ahora a la extorsión, ha reemplazado la heroína por coca y maneja un pub decaído que heredó de una tía; y Begbie (Robert Carlyle), el gran psicópata del grupo, está en la cárcel.

“Primero llega la oportunidad y luego la traición”, repiten una y otra vez en la película hasta que, efectivamente, pasa. ¿Quizás sea ese uno de los grandes éxitos del pasado? ¿Que nadie le debe lealtad a nadie y que sálvese quien pueda?

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El entorno deprimido de la original ha sido reemplazado por otra clase de depresión, la de la homogeneidad gris de la burocracia europea. Pero otras cosas siguen iguales: las muecas congeladas, la banda sonora con rock energético del pasado, el carisma de los actores.

Como en las grandes franquicias (sucede en la reciente y exitosa Rápidos y furiosos que es más bien decepcionante) hay una sensación de estar ante un esfuerzo calculado, sin campo para el riesgo o la invención, al que le queda imposible despegarse de un esquema que ha demostrado su eficacia y rentabilidad.

Al final, ya saciada la nostalgia, queda la amargura de comprobar que la segunda parte de una película tan insistente en la importancia de incumplir las expectativas, de existir fuera de las normas, resulte siendo un ejercicio tan mercenario. 

País: Reino Unido

Año: 2017

Director: Danny Boyle

Guion: John Hodge, basado en las novelas de Irvine Welsh

Actores: Ewan McGregor, Ewen Bremner, Jonny Lee Miller y Robert Carlyle

Duración: 117 min

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