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TRES PINCELES

Exposición de obras de Figari, Reverón y Santamaría en la Luis Angel Arango.

19 de agosto de 1985

Como parte del proceso con que intenta convertirse de nuevo en la importantísima institució artística y cultural que una vez fue, la sala de exposiciones de la Biblioteca Luis Angel Arango del Banco de la República ha comenzado a llevar a cabo un complejo y ambicioso programa de exposiciones. Este se ha distinguido por su propósito de mostrar jóvenes artistas que no tienen todavía un curriculum, y otras figuras ya consagradas, como es el caso de la que en este momento está a la vista del público allí.
Cuando Figari, ya hombre profesional de las leyes y maduro, decide volverse pintor, lo hace no tanto por consideraciones netamente estéticas, sino porque siente la necesidad y la obligación de convertirse en el recordador pictórico de una serie de costumbres que tiene que ver con la gente, la clasificación de los estratos sociales, las actividades económicas, el estado del paisaje en un periodo determinado, de acuerdo con todo lo cual una cultura puede manifestarse. Al asumir esa responsabilidad, Figari se inventó para el artista latinoamericano de la época moderna una nueva función que iba más allá de la simple curiosidad por lo pintoresco.
Se dedicó a dar fe, con una objetividad apreciable, de los eventos vistos y recordados a pesar de que el método pictórico que utilizó fue siempre personal: sobre formatos relativamente pequeños hizo aparecer una serie de manchitas y golpecitos de color, a veces sugiriendo un vago dibujo que recuerda al puntillismo pero de tonos apagados. Muchas veces, grupos de personas, negros o gauchos, aparecen reunidas para bailar ya sea en salones marcados por el sello de una provinciana elegancia. Ello ocurre bajo árboles gigantescos sobre el perfil rastrero de la pampa inmensa, bajo un cielo que con o sin luna, lo domina todo. La que registra Figari es una época de la felicidad y la facundia; periodo arcádico ya dejado atrás y que por ello, precisamente, llena de importancia a los cuadros en que queda recordado para siempre.
Por su parte, Armando Reverón, de Venezuela, en esta trilogía aparece haciendo el aporte del role que se asignó a sí mismo: el de artista poseído absolutamente por su necesidad de expresarse. Reverón es un creador desesperado que cada vez se aisla más en sí mismo para realizar su búsqueda en la pintura. Porque representa un sueño erótico sublimatorio a través del cual la existencia se reproduce como el encuentro Y acuerdo del artista con todo lo que le falta en la realidad prosaica. De la misma manera violenta rompe con una serie de tabúes que en nuestro medio y hasta esa época de primeras décadas del siglo, habían asignado al artista la función de embellecer la visión de lo cotidiano y ser el portador de una voz educada y agradable; voz aceptable cuyos resultados pudiesen vivir confortablemente en los salones de la sociedad convencional. Pero Reverón escoge quedarse solo, cada vez más con su mujer y aquellas otras mujeres que fabricó con costales rellenos; pintadas y vestidas con trapos imaginativos como grandes muñecas de paja en el extraño Castillete a orillas del mar,en la playa de Macuto: solo con los cuales poblo su mundo imaginario: pianos, neveras, telefónos de cartón para las grandes muñecas que serán, de hecho sus amantes, en el paroxismo de la locura que terminará con su vida sobre una mesa de electrochoques en una clínica psiquiátrica.
Hija de la soledad, su obra crece y se libera paulatinamente de todo lo que pueda sobrarle a una idea obsesiva, que se manifiesta más claramente a través de menos recursos; obra con un sentido tremendo del golpe y del impacto con los cuales abofetear al espectador y hacerle caer en la cuenta de que la elementalidad de la visión y su certeza parten de una legitimidad desesperada. Reverón es quizás el primer gran genio de la pintura lírica latinoamericana, y ello se debe menos a su talento que a la decisión de ir quemando sus naves para enfrentarse irremisiblemente a la visión de su propia imagen, impotente, que lo acorralará indefectiblemente.
Por su parte, Colombia está representada en esta tríada por Andrés de Santamaria, pintor bastante conocido entre nosotros y considerado por muchos como figura clave del arte moderno nacional. A este respecto hay que decir que, en medio de los otros dos, es, quizás, quien juega el papel menos radical. Porque, aunque fue pintor con tremendas dotes de colorista y dibujante, entendió su labor en términos eminentemente estetizantes, como quizás correspondía a una personá de clase acomodada y distinguida, adinerada, factor este último que le permitió permanecer en Europa durante una parte considerable de su carrera. Como artista se dedicó a acumular espesas pastas con las cuales recubrió los lienzos, para conformar superficies cuya opulencia y sensualidad no logran ocultar su relativa falta de trascendencia. Su pintura no está exenta de una considerable desmesura que, sin embargo, no parece servir para muchos más que decorar, ricamente eso sí, el plano a la vista. Encontramos en Santamaría tantas invenciones, como aceptaciones tácitas de una serie de convencionalismos imperantes al respecto del buen gusto y del atrevimiento estético con que el artista, como embellecedor, complace. De manera bastante ecléctica reunió los elementos agradables de las últimas vanguardias, ignorando su dimensión revolucionaria, para "poner al día" el medio en el cual se movió. En efecto, utilizando el método de las acomodaciones, integró elementos del impresionismo y del expresionismo, para conseguir efectos finales indudablemente bellos, pero no imprescindibles para la comprensión de factores de importancia al respecto de nuestra existencia, y es en esos términos que, finalmente, hay que juzgar la relativa significación de la obra de un artista.