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La actriz y directora Nadine Labaki busca descifrar el papel de las mujeres en las comunidades violentas.

CINE

¿Y ahora a dónde vamos?

La película libanesa ganadora del premio del público del Festival de Toronto de 2011 es una fantasía donde las mujeres tratan de manipular a los hombres para que no se maten entre sí.

Manuel Kalmanovitz G.
10 de noviembre de 2012

Directora: Nadine Labaki
País: Líbano/Francia

Guión: Rodney Al Haddid, Thomas Bidegain, Jihad Hojeily, Nadine Labaki, Sam Mounier.

Actores: Claude Baz Moussawbaa, Leyla Hakim, Nadine Labaki, Yvonne Maalouf, Antoinette Noufaily, Julian Farhat?

¿Y ahora a dónde vamos? comienza y termina en el mismo lugar, un cementerio de pueblo, polvoriento y árido, dividido en dos por un camino central. Pueblo y cementerio quedan en Líbano y la decisión de enterrar a un muerto de uno u otro lado del camino depende de su religión: los musulmanes están a un lado, los cristianos al otro.

A pesar de esta metáfora central, la división principal de la película no es entre los creyentes de una y otra de estas religiones monoteístas, sino entre hombres y mujeres. Los hombres están siempre a punto de irse a los golpes o a las balas, con un cosquilleo en el dedo del gatillo, mientras las mujeres, mucho más sensatas, solo quieren que nada pase, vivir tranquilas y en paz; ya han tenido suficiente de sacrificios y llanto, de lutos demasiado largos, de ausencias.

En la primera escena el vestuario no permite distinguir la religión de las mujeres; son solo unas siluetas negras con la cabeza cubierta, inclinadas sobre las tumbas, arreglándolas y hablándole a los muertos. El luto las ha hecho iguales.

Todo comienza en el cementerio, pero el tono no es lúgubre ni trágico. Al contrario, es una película bullosa, llena de griteríos e insultos chistosos, una especie de costumbrismo popular salpicado acá y allá por punzadas trágicas.

La lucha de las mujeres por evitar que sus hombres se maten entre sí implica también esforzarse por interceptar las noticias de la desintegración del país antes de que lleguen al pueblo. Así, los periódicos con noticias de asesinatos interreligiosos terminan ardiendo en un horno antes de desempacarse y, cuando la portadora de malas noticias es la televisión, las mujeres sabotean su antena.

Es como si los hombres fueran criaturas estúpidas y antojadizas, unos niños a quienes hay que distraer para que no se maten tratando de desaburrirse, como si estuvieran dispuestos a dejar que la menor ocurrencia (un accidente en la iglesia que deja la cruz rota, otro accidente en la mezquita que se llena de animales) sea el detonante de una masacre.

Para prevenir más muertes, las mujeres traen a un grupo de bailarinas ucranianas y simulan la avería de su bus durante una semana para ver si la presencia de ellas, con mucha menos ropa que las esposas del pueblo, logra distraerlos a ellos.

La idea central de la directora y actriz Nadine Labaki es simple en exceso, inocente incluso; no quiere ver que detrás de las guerras hay reservas de odio y resentimiento, de ambición y oportunismo, pero también de emoción y heroismo. Tampoco quiere ver que eso que mueve a los hombres a matarse no le es ajeno a las mujeres (basta ver Macbeth) o que la manipulación femenina también puede ser desesperante e irrespetuosa para los afectados.

Es tanto lo que no quiere ver que termina siendo una mera fantasía. Nos sumerge en una irrealidad ligera y bullosa, entretenida y rápida, pero no entendemos mejor lo que sucede. No nos da luces sobre el mundo en que vivimos y, a cambio, quiere que nos contentemos con encanto, ruido y coquetería.