Entre amores y odios

El cerdo ha estado al lado del ser humano por miles de años. Este animal despierta un sinfín de pasiones, tanto para bien como para mal.

GoogleLéenos en Google Discover y mantente un paso adelante con SEMANA

20 de junio de 2016, 12:00 a. m.

Debe ser complicado no ceder a la tentación de un buen tocino, un jamón suculento, un lomo jugoso o cualquier embutido: el cerdo, para muchos, es un regalo de los dioses o, simplemente, es puro sabor: el mejor de todos. Ya lo había dicho el escritor, científico y naturalista latino Plinio: “su carne tiene 50 sabores, la del resto de animales, solo uno”. Pero también se le dice cochino, guarro, marrano (ya las palabras son algo agresivas)…y eso se debe a que él no se caracteriza por su limpieza.

Esa contradicción ha marcado la historia del cerdo por unos 10.000 años, desde que empezó a ser domesticado por el hombre en la región actual de Anatolia (Turquía); los humanos encontraron en él una fuente interesante de proteínas y grasas.

A partir de ahí el cerdo se expandió rápidamente al sur de Asia, a Asia Central, a África y a Europa. Por ejemplo, hay evidencias de que el consumo de su carne adquirió gran importancia en la Antigua China hacia 4.300 a.C.; sin embargo, algunos ya despreciaban su consumo. Algo similar sucedió en tiempos del Antiguo Egipto.

Luego, “los griegos, que expandieron su consumo por Europa, hicieron culto de su crianza alimentándolos con exquisiteces”, señala Anina Jimeno Jaén en su libro El sabor de las palabras. Y si los griegos querían al cerdo, ¡qué decir de los romanos!

Esa civilización los ofrecía a sus dioses y también los alimentaba como si fueran reyes. Por otro lado, según los testimonios históricos, los romanos preparaban el cerdo como nadie, amantes ellos del lujo y de la buena mesa. Los escritores de la época daban consejos para adobar bien la carne y darle un gusto inigualable; además, desde esa época se tuvo noticia del jamón, con base a una práctica que consistía en saltear y curar la pierna del animal.

Después, y durante muchos siglos, “el cerdo fue la carne del pueblo, ya que la caza les estaba vedada por ser ésta privilegio real y para mantener otro tipo de ganado eran necesarias tierras con pastizales que la gente rústica no poseía”, sigue Jimeno Jaén refiriéndose a las ventajas que ha tenido la crianza de estos animales a lo largo de la historia: comen de todo, se mantienen en espacios pequeños, tienen muchas crías y estas crecen muy rápido.

Años después, Cristóbal Colón llevó ocho cerdos a América en su segundo viaje (1493) con lo cual este animal, tan rápido como siempre, se multiplicó y se expandió en el nuevo mundo.  

Pero así como el cerdo ha sido querido en muchas partes del mundo, también cabe aclarar que otras culturas no lo ven muy bien: por ejemplo, los judíos y los musulmanes no lo consumen, pues lo ven como una bestia impura, una abominación que contamina a quien la toca o, incluso peor, a quien la prueba. La palabra “cerdo” se asocia muchas veces a la peor de las impurezas, a una fuente ambulante de parásitos, bacterias y gusanos; a veces, hasta se usa como un insulto.

Eso se convirtió, a la larga, en un elemento de discordia entre el judaísmo y el islam frente al cristianismo, algo que se hizo evidente en la España medieval: “Los habitantes de una nación que estuvo bajo el dominio musulmán durante más de 700 años tenían que demostrar por todos los medios que eran cristianos viejos si no querían ser acusados de arabizantes o judaizantes. Una manera era poner cerdo en sus platos, cosa que no habría hecho jamás un árabe o un judío”, afirma Jimeno Jaén en su libro.

Ya se habló del cerdo como un animal admirado por su sabor y vilipendiado por su suciedad; ahora, hay que hablar del cerdo como un animal adorado y venerado casi como si fuera un dios.
El ejemplo más diciente viene de Papúa Nueva Guinea. En ese país de Oceanía el cerdo es sagrado: representa la riqueza y el poder. Además, tradicionalmente, las tribus de esa región han basado su sistema de justicia en los marranos: una tribu se los ofrece a la otra con el fin de compensar una ofensa o de firmar la paz tras años de guerra. Por otro lado, robarlos aún se ve como un crimen gravísimo que podría originar un sinfín de desórdenes públicos.

Entre tanto, y regresando a Europa, la figura del porquerizo –quien cría a los cerdos– es exaltada en los poemas homéricos; y varias leyendas célticas los admiran: algún texto galés de la Edad Media señala que el mago Merlín mantenía rodeado de cerditos, quienes eran sus confidentes.

Mucho se ha dicho del cerdo a lo largo de la historia. Y mucho se dirá. Le han dedicado las alabanzas más hermosas y los insultos más despectivos. Se le llamará de mil maneras, y hasta, seguramente, se van a inventar nuevas palabras para recordarle que él no es el más limpio de los animales. Mientras tanto, su carne, tal como dijo Plinio, seguirá ofreciendo innumerables –y suculentos– sabores. Seguirá generando pasiones, amores y odios pero nunca le será indiferente a nadie.  
RECUADRO

Noticias relacionadas

Noticias Destacadas