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OPINIÓN

El impacto de la guerra en la cultura y la educación

Una reflexión sobre el impacto de la guerra que hemos vivido durante más de cincuenta años en la cultura y la estructura valorativa en nuestro país.

Julián De Zubiría Samper*
2 de junio de 2015

En nuestro país hemos vivido uno de los conflictos más largos, intensos y tristes que hayamos conocido. Tres generaciones completas de colombianos hemos convivido con los asesinatos, las masacres, las violaciones de los derechos humanos, los secuestros, los crímenes de lesa humanidad y las desapariciones.

Aunque solemos olvidarlo, el efecto más perverso de las guerras, sin excepción, es la deshumanización de las relaciones humanas fundamentales y la ruptura del tejido social que garantiza la convivencia. Pasa en todas las confrontaciones armadas, pero su magnitud crece de manera exponencial cuando permanece durante décadas, se vinculan diversos ejércitos irregulares y el narcotráfico permea todos los ámbitos del conflicto.

Cinco millones y medio de personas han tenido que dejar sus tierras en estas últimas dos décadas y salir de noche a buscar una nueva vida, como si ellos fueran los propios asesinos. Lo que sería igual a que todos los habitantes de Barranquilla, Cartagena, Cúcuta, Bucaramanga y Santa Marta, sumados, tuvieran que abandonar sus casas. Son tragedias humanas de proporciones y angustias inimaginables.

Aun así, el impacto más silencioso, perverso y duradero de la guerra es el que ha afectado la estructura valorativa de los colombianos. La guerra que hemos vivido impactó la cultura, las esperanzas, los proyectos de vida y la ética colectiva. Se impuso lo que Antanas Mockus llamó la cultura para la cual “todo vale” con tal de lograr los propósitos buscados. Por ello, en Colombia, ante una muerte, hay personas que afirman: “Por algo será”. Y al decirlo, terminan por avalar y justificar el asesinato. Son expresiones que evidencian lo poco que valoramos la vida en el país.

Los ciudadanos hablamos todo el tiempo contra la corrupción, pero somos los primeros en evadir impuestos o en sobornar a la policía. Por esto mismo, la mitad de los jóvenes de 15 años que están estudiando en las escuelas en zonas de conflicto, creen que pueden atropellar a sus compañeros, si eso los beneficia. Se trata de una cultura que valora positivamente a quien realiza trampas al fisco, se salta las filas o hace todos los cruces indebidos en el tráfico, en las leyes y en la ética.

La guerra en Colombia hace mucho adquirió una dimensión cultural. Por ello, fácilmente los valores de las mafias se incluyeron de manera generalizada en el lenguaje cotidiano. Llamamos “capo” al mejor en los equipos de ciclismo, decimos que no hay que “dar ni perder papaya” y los padres les indican a sus hijos que “hay que pegar antes de que les peguen”. En educación también usamos un lenguaje propio de la guerra: llamamos “desertor” a quien abandona la escuela y muchas de ellas cuentan con una “banda de guerra”.

La guerra ayudó a exacerbar los niveles de intolerancia pues las confrontaciones siempre se alimentan de la ira y la venganza y por ello los ejércitos desprestigian a sus enemigos y enseñan a sus soldados a odiarlos. Se generaliza la desconfianza y el temor y se rompe el tejido social. De esta forma se debilitan los mecanismos de control social. Termina por imponerse la voluntad de quien está armado. A quien piensa distinto hay que espiarlo, interceptar sus teléfonos y desaparecerlo.

Los niños han visto la mayoría de los debates políticos a través de twitter, donde bastan menos de 50 letras y adjetivos descalificadores para emitir un juicio, pero es muy difícil encontrar argumentos. También la televisión muestra a paramilitares saliendo en hombros del Congreso, a guerrilleros justificando sus crímenes y a excombatientes diciendo que el Estado los estafó porque no pagó el dinero ofrecido por el brazo de un comandante. Les hemos enseñado a nuestros hijos a poner zancadilla para salir adelante, a dividir el mundo entre buenos y malos, entre puros e impíos. Y nos quieren obligar a sentirnos vencedores a toda costa, mejor si es a costa del otro.

Para el año 2014, la mitad de los asesinatos en Colombia no fueron producto de la guerra declarada, sino de los niveles de intolerancia que transferimos de esta confrontación. Así, pues, la mitad de los asesinos conocían a sus víctimas: eran sus esposos, amigos, hijos, vecinos o compañeros y terminaron la vida de sus conocidos en eventos deportivos o recreativos en los que previamente compartían con ellos. La principal causa de muertes es la incapacidad de reconocer que existen otros puntos de vista y otras interpretaciones, nuestra incompetencia para aprehender de la diferencia. Nuestra intolerancia –aun en el campo de la educación– llega hasta el extremo de inducir suicidios como ocurrió recientemente en el caso del estudiante Sergio Urrego, maltratado en la escuela por su orientación sexual.

Es la diversidad la que ha generado las más grandes obras de la creación humana. Fue la Grecia que inventó la democracia, la que hizo florecer el arte, la filosofía y la ciencia. Cuando éstas intentaron ser controladas por la Iglesia, disminuyeron las creaciones y las que surgían tenían un aire monocromático. Tal vez por este mismo motivo, durante el siglo XX fue tan difícil que florecieran la literatura, el arte, el teatro o la música con Hitler, Stalin, Mao o Pinochet en el poder.

La creación humana es un acto de rebeldía y es por esto que todas las dictaduras y los gobiernos autoritarios, de todo tipo y de todas las vertientes ideológicas, le temen al pluralismo y terminan por ver una amenaza en cada creación. A las dictaduras y los gobiernos autoritarios les encantan los uniformes: en el pensamiento, en el arte, en la ciencia y en la ideología. Pero olvidan que la vida se marchita –como mostraría mágicamente Pink Floyd en The Wall–, cuando creamos escuelas a imagen y semejanza de las fábricas, para formar empleados rutinarios y no individuos con creatividad, independencia de criterio, lectura crítica y pensamiento argumentativo.

Las guerras se alimentan de odio, ira y sangre, mientras que la paz exige convivencia, tolerancia y respeto de las diferencias. Por esta razón, es impensable la paz sin una transformación general del sistema educativo colombiano. Necesitamos garantizar que la educación priorice, por encima de todo, el desarrollo de las competencias integrales para vivir, pensar y comunicarnos. En el caso que hoy nos ocupa es indispensable priorizar el desarrollo de las competencias para convivir.

En este contexto, el país tiene, por primera vez en décadas, la oportunidad de invertir mayores recursos en la educación que en la milicia, lo que es sinónimo de invertir más recursos en la vida que en la muerte. Pero esto sólo será posible si, como sociedad, generamos un cambio cultural que garantice para todos y todas, en todas las circunstancias, el sagrado derecho a la vida y si cultivamos la tolerancia como valor esencial entre nosotros. Nuestros hijos y nietos no nos perdonarían jamás que dejáramos pasar esta oportunidad histórica para resolver el conflicto armado que ha desangrado al país y trastocado por completo los principios éticos de la sociedad.

* Fundador y Director del Instituto Alberto Merani