| Foto: Cortesía Julián De Zubiría Samper

JULIÁN DE ZUBIRÍA SAMPER

El legado del Juan Ramón Jiménez

El pasado 26 de enero murió Marta Bonilla, fundadora del Juan Ramón Jiménez. A continuación, una breve síntesis de los aportes del Liceo a la transformación de la educación en el país contada por uno de sus egresados.

Julián De Zubiría Samper *
7 de febrero de 2019

En el origen del Liceo Juan Ramón Jiménez confluyen dos vidas paralelas: la de Marta Bonilla y la de Manuel Vinent. Los conocí a ambos como jóvenes enamorados de la vida y constructores de sueños y utopías; hablé con ellos en distintos momentos y contextos. Ambos eran apasionados, reflexivos, rebeldes, arriesgados y seguros de sí mismos. Ambos se nos fueron en enero. Manuel en 2011 y Marta ocho años después.

Manuel venía del desencanto de la guerra civil española, cuando el general Franco había aplastado la República y conducía a España hacia un régimen autoritario y autárquico por la soledad en que los dejó Europa tras su decidido apoyo a Hitler y Mussolini. Manuel conocía de primera mano la experiencia trasformadora de la Escuela Activa y, en especial, el Instituto Escola de Barcelona. Marta, por su parte, era filósofa de la Universidad Nacional y había estado en México visitando proyectos educativos innovadores que se nutrían en el naciente debate pedagógico latinoamericano contra la escuela tradicional.

Ambas historias se juntaron en Bogotá en 1962 y dieron origen a una de las innovaciones pedagógicas más importantes del siglo XX en Colombia: el Liceo Juan Ramón Jiménez. Desde su fundación el liceo fue lo que se llamaría una innovación crítica. Esto quiere decir, que no se trataba de una institución que quisiera hacer algunos ajustes metodológicos o parciales al proceso educativo, sino que abiertamente desafiaba los fundamentos y los cimientos de la escuela tradicional, muy particularmente, dejaba atrás la obediencia ciega del estudiante al maestro, la fragmentación del conocimiento, las cátedras magistrales, la pasividad del alumno y el aprendizaje mecánico y repetitivo. En 1962 casi nadie se atrevía a hacerlo. Ambos fueron pioneros.

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El Juan Ramón de los años setenta era un colegio ubicado en las afueras de Bogotá, que trabajaba con casetas prefabricadas y en el que se matriculaban, preferencialmente, hijos de artistas e intelectuales. Sus profes no eran empleados, sino escritores y pensadores comprometidos con la causa de una transformación social por la vía de la educación. En el liceo los estudiantes podían usar el pelo largo, tocar guitarra, organizar debates y participaban abiertamente en las clases. No había uniformes, ni campanas, ni disciplina estricta. Sin duda, se favorecía la lectura y la discusión. Fieles a los principios de la escuela activa, las clases se convertían en espacios de reflexión entre alumnos de diferentes cursos y las aulas se transformaban en talleres. Las ceremonias de graduación se hacían al aire libre, sin formalismos y siempre estaban acompañadas de música. Por ello no fue casual que, quienes asistimos al entierro de Marta, pudimos escuchar un bellísimo coro de profes, estudiantes y egresados.

Con frecuencia Manuel llegaba e interrumpía las clases para introducir un debate científico o una reflexión lingüística, al tiempo que Marta lo hacía para recomendar la novela que estaba leyendo o para llamar la atención sobre una actitud o un comportamiento de alguno de los estudiantes.

En alguna ocasión le pregunté a Manuel si con el paso de los años, se sentía satisfecho con lo logrado en el liceo. Finalizaba la década del setenta y, para extrañeza mía, él me respondió que no. Los innovadores, por definición, son inconformes. Sin embargo, me dio un argumento que me dejó pensando: “lo que me extraña –me dijo- es que la gran mayoría de los egresados se ha dedicado al arte y no a la ciencia, como yo aspiraba”. Manuel era un físico, matemático y profundo estudioso de la lingüística. Entendí su preocupación. Él estaba convencido que las excursiones construían mejores ciudadanos y por eso le fascinaba ir al Cocuy; tocaba el violín y le apasionaban los telares, pero ante todo era un científico, y su frustración para aquel entonces, era no haber podido apasionar a más jóvenes por la ciencia.

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Por su parte, Marta tenía dos evidentes pasiones: el arte y la formación de la autonomía y el pensamiento crítico en los jóvenes. Con el tiempo, el Juan Ramón se fue llenando de coros, música barroca y de originales profesores de literatura y música; al tiempo que el debate social y político hacía parte de la vida cotidiana, del ADN del colegio para aquel entonces: ¡estaba presente en todas las clases, en los descansos y hasta en la sopa! También hay que entender que eran los años setenta y una juventud ávida por cambiar el mundo, recorría todos los rincones del planeta. Comenzaron a llegar al colegio refugiados de las dictaduras del Cono Sur, particularmente exilados chilenos y uruguayos, y los jóvenes organizábamos con ellos múltiples debates para interpretar de diversas maneras el país en el que todos queríamos vivir, aunque a algunos las dictaduras los habían condenado al destierro. A diferencia de los demás colegios, para aquel entonces, la democracia, la participación, la inclusión y la diversidad, hacían parte de los cimientos del Juan Ramón. Los estudiantes intercambiábamos ideas con profes y directivas, al tiempo que nunca faltó el profesor de literatura que nos decía que escribiéramos sin levantar la mano para impedir los bloqueos de la mente. Recuerdo que ya de adulto, un día Marta me confesó que un profesor le había pedido que le bajara el sueldo, ya que, gracias al salario alto, él estaba tomando mucho…

El Juan Ramón marcó un hito en la educación del país. Nos enseñó a los educadores que era posible volver a pensar la escuela para construir otra más humanizante, más integral, más crítica y, sobre todo, más democrática y menos autoritaria. Una escuela que favoreciera las opiniones y no la obediencia. Por eso, un egresado del Juan Ramón se conoce fácilmente: es menos dócil, más reflexivo y en general, es consciente de las inequidades e injusticias que, tristemente, todavía siguen siendo muy frecuentes en nuestro país.

La evaluación es uno de los aspectos en los que más ha innovado el colegio, como Marta misma lo explicó en un reciente artículo que escribió cuando la invité a que narrara la historia de las ideas del Juan Ramón. Había sido invitado como editor de la Revista Internacional del Magisterio y quise compartir la experiencia de algunas de las principales innovaciones en América Latina. El Juan Ramón es una de ellas. En el colegio prefieren evaluar los procesos y no los resultados y hacerlo de manera cualitativa y en un lenguaje narrativo, propio de la subjetividad y de la literatura. Están obsesionados con evaluar, no con calificar. Cada maestro escribe cómo ve el desarrollo integral de cada niño. No es un informe objetivo, es deliberadamente subjetivo. Mejor aún, intersubjetivo.

Después de seis décadas de enseñar a los niños a construir proyectos colectivos, de aprender matemáticas con regletas, de acercar a los estudiantes a las problemáticas del país y de desafiar los principios de la escuela tradicional, el Juan Ramón debería ser un referente para todos quienes quieran apostarle a la transformación del modelo pedagógico. Por eso el MEN tendría que conocer, estudiar y evaluar la propuesta llevada a cabo con tanto éxito al interior del liceo.

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Un día me encontré con Marta en el aeropuerto de Quito. Le conté que estaba asesorando al Ministerio de Educación del Ecuador para impulsar allí la reforma educativa que no habíamos podido hacer en Colombia. Ella se levantó, me abrazó y sollozando me dijo: “Tal vez me estoy volviendo vieja, porque ya no tengo la fuerza que tú tienes, pero al verte a ti, caigo en cuenta de un grave error que estamos cometiendo: no estamos contándole al mundo lo que hacemos en el Juan Ramón. Nos estamos quedando ensimismados con lo que hacemos”. Con mi silencio, le daba la razón. Sin embargo, lo que nunca le dije es que todo lo que yo había hecho en vida, había sido inspirado en los años de juventud que pasé en el Juan Ramón Jiménez. Estoy seguro que Marta y Manuel han inspirado a muchos maestros e instituciones a enseñar de manera innovadora y a miles de jóvenes a ser mejores ciudadanos. Desafortunadamente se lo tengo que decir hoy, porque en vida, no se lo hice.

Por eso hoy me veo obligado a decirle a Marta lo siguiente por este medio. Tus hijas, tu hijo, tus nietos y los maestros que formaste, tienen el reto de llevar la innovación pedagógica del Juan Ramón a muchos más rincones del país, porque ambos sabemos que Colombia les sigue debiendo a sus nuevas generaciones la revolución pedagógica que tú impulsaste. Como dice la investigadora chilena Inés Aguerrondo: “Las experiencias innovadoras específicas al desequilibrar la rutina del sistema educativo e introducir elementos conflictivos, van corriendo permanentemente el límite de lo posible”. En el Juan Ramón Jiménez, tú lo hiciste posible.  Ahora falta que quienes hoy ocupan tu lugar, se lo cuenten a todos ¡Las nuevas generaciones se lo agradecerán!

(*) Director del Instituto Alberto Merani y Consultor en Educación (@juliandezubiria)