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OPINIÓN

Carta a un maestro anónimo

Es el momento de que los educadores reflexionen sobre la tarea más importante que enfrentarán en las próximas décadas: consolidar la paz.

Julián de Zubiría*
10 de mayo de 2016

Querido maestro:

He sido docente durante los últimos 37 años de mi vida y desearía poder seguir enseñando al menos unos 13 años más. Inicié en 1978 como docente en un colegio público ubicado en un barrio marginal en Bogotá.

Soy pedagogo hasta la médula. Nací, crecí y moriré en la educación. He dedicado mi vida a enseñar, pensar e investigar, por lo que creo conocer los inmensos problemas a los que usted se enfrenta a diario.

Trabajamos casi siempre sin el más mínimo apoyo familiar. Con niños que carecen de cualquier posibilidad de acercarse a la cultura, a no ser por las clases que usted y sus compañeros les brindan, y por las altas dosis de televisión comercial que reciben por más de cinco horas en promedio al día. Para completar, sistemáticamente el Estado les ha incumplido la obligación establecida en la Ley General de darles tres años de educación inicial.

Su condición laboral también dificulta su compleja y trascendental labor formativa. Su salarios es inferior a los de cualquier otro profesional en el país y pone en riesgo a diario su salud psicológica, emocional y física. Prácticamente no cuenta con ningún tipo de estímulo laboral y económico para realizar su misión y no existe la formación más pertinente y neurálgica para la calidad, la que se conoce como formación in situ o de acompañamiento en el aula.

Los ministros suelen estar preocupados por su propio futuro político y muy poco por realizar la necesaria transformación que requiere la educación colombiana. Así mismo, carecemos de políticas educativas de Estado y nos sobran gobernantes que diseñan e implementan estrategias para consolidarse en el poder y no para resolver los problemas de la población. En este contexto, la principal satisfacción que usted recibe es ver el impacto que se va produciendo en sus estudiantes. Esa satisfacción amerita con creces el sacrificio.

Hoy, al tiempo que reconozco y aplaudo su esfuerzo y sacrificio, le quiero convidar a repensar los fines y contenidos que tendremos que asumir como docentes en las próximas décadas. Le invito a que consolidemos una gigantesca red de maestros, directivos, estudiantes, escuelas y padres por la paz. Creo que el país tiene una oportunidad que sería imperdonable que desaprovecháramos.

Después de 61 años de guerra, de siete millones y medio de desplazados, de 200.000 muertos y de miles de violaciones a los derechos fundamentales, tenemos la histórica posibilidad para comenzar a relacionarnos como seres humanos y para convivir en paz. Estamos muy cerca de resolver el mayor conflicto del hemisferio occidental desde la segunda mitad del siglo XX. Aun así, hay personas y grupos políticos y militares que nos quieren obligar a perpetuar la guerra. Y tristemente, un país que endureció su corazón a punta de violaciones, secuestros, mafias, drogas y asesinatos, termina –irónicamente– por defender legal y económicamente a los usurpadores de tierras y por respaldar a los comerciantes de la guerra, quienes la alimentan con miedo, venganza e ira.

La paz es la tarea más importante que tendremos, como sociedad, para las próximas décadas. Pero no se trata de crear una cátedra aislada y marginal en las instituciones educativas. Se trata de priorizar la tolerancia, el respeto a la diferencia y a la convivencia pacífica en todas las aulas de clase del país. Se trata de aceptar que la paz se firmará en La Habana, pero que sólo se podrá consolidar en las escuelas.  Se trata de entender que la paz es un problema esencialmente ético, social y político y que, por ello, no la conquistarán los abogados, sino los 460.000 educadores que hay en el país. Se trata de desterrar de una vez y para siempre la cultura mafiosa que se apoderó en las últimas décadas del país y que llevó a convalidar la justicia por mano propia y los asesinatos de quienes piensan distinto. Se trata de abandonar la cultura de que “todo vale” para alcanzar los fines. Se trata de hacerle justicia a Estanislao Zuleta –el más creativo filósofo de la historia colombiana–, quien decía que la paz no era la ausencia de conflictos, sino la capacidad de convivir con ellos.

En estas circunstancias, duele que se gradúe con honores de la Universidad un estafador como Guido Nule, y más que lo haga con una tesis meritoria sobre la ética y la responsabilidad social de las empresas. Entristece el alma saber que los mayores estafadores de las pirámides hayan sido posgraduados universitarios. Hasta los propios zares del narcotráfico, como Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, tienen en sus celdas los títulos universitarios que alcanzaron. Y, muy recientemente, se ha hecho muy famoso el caso de una rectora de un colegio en Charalá, quien durante años entregó a sus alumnas a los comandantes paramilitares para que las manosearan y violaran.

Estos casos ejemplifican que hay que tener inmensas dudas frente a la educación que hoy en día reciben los estudiantes colombianos y también nos advierten que la educación todavía no es garantía de la formación de mejores ciudadanos. Por todo ello, quiero invitarlo a que priorice en sus procesos educativos la formación de seres humanos más sensibles, más respetuosos con las diferencias y con mayor desarrollo en sus competencias para comprenderse a sí mismo, a los otros y al contexto. Esto no podrá hacerse sin un cambio en el modelo pedagógico y el paradigma que hoy sigue rigiendo la educación colombiana.

Sus alumnos pueden no saber ecuaciones diferenciales, símbolos químicos, leyes físicas, gramaticales o nombres de presidentes, ríos y batallas. Eso es totalmente insustancial en la vida y solo sirve para responder los exámenes de los profesores y llenar crucigramas. Pero no haber aprehendido a respetar las diferencias y a tolerar a quienes piensan y viven diferente hará imposible restablecer el tejido social que la guerra y el narcotráfico rompieron en mil pedazos.

Por todo ello, querido profesor, quiero invitarlo a que no desaprovechemos esta histórica oportunidad para comprometernos juntos, hasta los tuétanos, con la convivencia y la formación de un mejor ciudadano que nos ayude a consolidar la paz.

Hay que empezar por construir instituciones educativas más democráticas y participativas que superen el autoritarismo y la arbitrariedad de las vigentes. Muchas siguen incumpliendo incluso la Constitución Nacional actual, ya que con alguna frecuencia expulsan a niñas embarazadas, maltratan sistemáticamente a homosexuales, impiden el libre desarrollo de la personalidad e inhiben el derecho a pensar, amar, creer y disentir. Al mismo tiempo, requerimos cambios curriculares y extracurriculares. Debemos crear un área de valores humanos y, al mismo tiempo, todos los docentes, de todas las asignaturas y de todos los grados, tendremos que comprometemos con desarrollar competencias ciudadanas. Habrá que crear comisiones éticas con representación de todos los estamentos y jornadas para favorecer la escucha, vincular a los padres, a los estudiantes o para expresar afecto.

Para terminar, quiero compartirle un mensaje de Anita Novinsky, fundadora del Laboratorio de Estudios sobre la Tolerancia de la Universidad de Sao Paulo, quien también expresa sus dudas sobre el papel que ha cumplido la educación hasta el momento en la historia.

“Querido profesor:

Soy una sobreviviente de un Campo de Concentración.

Mis ojos vieron lo que ningún ser humano debería testimoniar: 

Cámaras de gas construidas por ingenieros ilustres, niños envenenados por médicos altamente especializados. Recién nacidos asesinados por enfermeras diplomadas, mujeres y bebés quemados por personas formadas en escuelas, liceos y universidades. 

Por eso, querido profesor, tengo serias dudas acerca de la educación, y le ruego: 

Ayude a sus estudiantes a volverse humanos.

Su esfuerzo, profesor, nunca debe producir monstruos eruditos y cultos, psicópatas y Eichmans educados.

Leer y escribir son importantes solamente si están al servicio de hacer a nuestros jóvenes seres más humanos”. 

*Director del Instituto Alberto Merani es consultor de Naciones Unidas en educación para Colombia. @juliandezubiria